miércoles, 29 de septiembre de 2010

Como no era en un principio

—No te vayas. No por favor. Mira esto que soy. No te vayas.
Descalza, sentada en los escalones de la entrada. Con una camiseta muy grande y muy lavada. En la casa que era de los dos. Hacía un frío seco y el sol brillaba sin necesidad.
—No te vayas.
Pero él ya no la escuchaba y ella no tenía ya fuerzas para hacerse escuchar.

La gaveta con su olor a alcanfor y jabón de Castilla. Sus libros sus CD, sus DVD sobre los mejores goles de la selección Argentina. Su vida. No era un mal sueño. Estaba pasando. Y le estaba pasando a ella.
El click-click de los seguros de la maleta se deshacía entre las inspiraciones de Johanna. Así suena el final del amor.
Todo había sido tan rápido. La decisión. Los ruegos. Y se le derramaba otra lágrima. Y se sentía con los ojos cansados.
“Recuerdas cuando me cantabas con tu guitarra... Dust in the wind... yo creí que sería para siempre...eras lo que yo necesitaba. Y te me estás acabando. Tu sonrisa linda…”

No se estaban tirando los platos. No se estaban insultando. Tanta civilización le producía náuseas. O al menos eso creía ella.
Él había sido lo suficientemente hombre para decírselo a la cara y sin mensajero. Nada lo haría cambiar su decisión. Así se deciden las vidas de la gente. En un momento pasajero.

--...No voy a poder seguir adelante sola... ¿A dónde iré sin recordarte? Déjame abrazarte de nuevo...

Ya había agotado todo lo que se sabía. Lágrimas, resignación, indiferencia. No había nada que pudiera hacer. Todos buscamos el amor y al encontrarlo o pensar que lo encontramos no nos queda otra que dejarlo pasar o hacer lo que sea para retenerlo. Y Johanna había vuelto a confiar y a soñar y a dejarse querer. Y otra vez se había fundido en él. Y ahora él estaba empacando sus pocas cosas. No le iba a dejar nada, aunque ella se quedara con todo. Y no iba a volver. Eso era un hecho.

Quieres morir a la realidad de los hombres como si fuera despreciable todo lo que no es divino y tu testamento para mi es este corazón desgarrado. Mírame y piénsalo de nuevo.
No hubo frases hechas, ni excusas patéticas. Si hubiera sido otra mujer. Hasta si hubiera sido un hombre. Hijos ilegítimos o una esposa oculta. Quizás ella lo habría aceptado mejor. Quizás habría luchado. Ojalá y hubiera tenido algún motivo para detenerlo. O hubiera sabido en ese momento que lo tenía. Si él hubiera hecho algo por lo cual odiarlo quizás sería más fácil dejarlo ir. Pero era un hombre bueno. No perfecto, pero bueno.

El primer beso. La primera película que vieron juntos. Los proyectos y los sueños. Todo lo que hice por apartarte de la novia aquélla que te sumió en la depresión. El viaje a la playa. El jardín de las delicias. El río Arno en primavera. Tus e-mails firmados con un pseudónimo. La botella de vino barato un domingo en la noche.

—Tan sólo escúchame. Te lo ruego. No te vayas. Mira lo que has hecho de mí.

Hace siete años ya que Marcos entró al seminario. Jamás lo supo.  Hoy es su ordenación. Y mientras él se postra con reverencia, con la frente sobre el frío mármol de la Basílica de Laroche, recibiendo los santos óleos de manos del Obispo, Johanna está sentada en los escalones de su puerta mirando hacia la nada, pensando que en algún lugar, un pequeño niño, de ojos felices como los de Marcos, nunca recordará los besos que sus verdaderos padres no le dieron.

Demasiada imaginación

Y el verbo se hizo carne…y habitó entre nosotros.
Y el Señor dijo: Hágase la paranoia.
Y Anaika fue concebida…

Anaika repasaba sus anotaciones una y otra vez. ¿Podría algo así ser posible? Los registros de propiedades de sus archivos señalaban con claridad cuándo, cómo y dónde se habían creado y modificado sus historias. Enero de 2002. Julio de 2006. Marzo de 2009. Todas ficciones suyas. Todas realidades cumplidas con una asombrosa aproximación a la realidad. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué le estaba pasando? Demasiado trabajo, pocos amigos, falta de sexo y exceso de café no eran una combinación propicia para la cordura. Encendió la computadora para seguir con su escrito, pues su fecha de entrega se acercaba y su pieza de ficción debía estar lista para el periódico:

Era miércoles 18 de noviembre. Un ruido monótono comenzó a sonar con insistencia en todas las casas, en el medio de la madrugada. La gente intentó apagar las alarmas y al ratito ellas se volvieron a encender, como si supieran que nadie se va a levantar al primer llamado. Uno las apaga dos y tres veces hasta que los enormes números digitales de color rojo, no dejan más opción que correr a bañarse. Al rato el sol salió, la gente se levantó de una vez por todas y se fue a trabajar. Algunos padres se despidieron de sus hijos, pero la verdad es que, como siempre, no había mucho tiempo. No había tiempo para desayunar, ni para darle un beso a nadie. No había tiempo para preguntarle a la chiquilla quién le había dado permiso de cogerle tanta basta a la falda. No hubo tiempo de decirle a Miguelito nada sobre su arete en la oreja, ni a la esposa que el vestido le quedaba muy bonito. Natalia sólo tuvo algo de tiempo para hacer café, prender el televisor, ver el clima, saber que Michael Jackson, en efecto había muerto y salir corriendo de la casa desordenada y el maquillaje a medio poner.


No tenía de quién despedirse.


Ese día la ciudad se veía gris y azul a través de los cristales de los altos y vigilantes edificios. Empezó a caer una humilde lluvia. La humedad exterior y el frío implacable en el interior de las oficinas empañaban los cristales, dando a las imágenes de la calle, la tonalidad lechosa de los sueños.


Diminutas gotas de agua se escurrían como lágrimas ácidas por las ventanas de las torres bancarias y desde los pisos más altos, los carros parecían de juguete, y la gente soldaditos de plástico alineándose para alguna batalla, de alguna guerra, en algún sitio.


Era aún muy temprano y la gente en las calles todavía no estaba del todo despierta. Pero los billeteros que habían salido tempranito a las aceras de los comercios que estaban frente a la bahía pudieron presenciar en primera fila lo que sucedía mar adentro. Los árboles comenzaron a vibrar como si estuviesen asustados y de ellos salieron volando miles de pájaros que no estaban preparados para un cambio de clima repentino. Las palmeras se balanceaban, doblaban y sacudían, tratando de encarar el mal tiempo.


La mayoría de los empleados del área financiera de la ciudad no tiene estacionamientos bajo techo. Se estacionan día a día a varias cuadras de sus lugares de destino, desafiando líneas amarillas, hidrantes y zonas prohibidas. Natalia, se pasaba el día entre plegarias, rogando que las grúas del Municipio no pasaran cerca de su auto. Todo por ser parte de la corporación.


La lluvia se estaba volviendo un asunto serio. Se habían empezado ya a formar charcos en las calles y las gentes en corbatas y tacones los evitaban saltando y colocando carteras, portafolios, maletines y loncheras sobre sus cabezas. Cuando el aire seco y frío de las oficinas hace contacto con los zapatos mojados de la gente se produce una molesta sensación de humedad helada, que probablemente dure todo el día.


Con el maquillaje arruinado por el mal tiempo, sin suficiente lugar entre sus manos para acomodar el paraguas, el periódico, la cartera y el portafolio, Natalia se aventuró a caminar hacia su oficina, a ver si le quedaba tiempo de corregir lo que podía. Siempre tenía que lucir al mejor nivel de sus posibilidades, aun cuando el sueldo a veces no alcanzara para cubrir los gastos que acarrea reflejar una estampa glamorosa en todo momento. Al llegar a la oficina, simplemente tendría que rectificar todo el maquillaje de nuevo e intercambiar saludos diarios e historias intrascendentes.


La oficina era una mezcla de perfumes. De Chanel No 5, pasando por Jean Naté y terminando en Pachulí, como recomendaba el call center de Walter Mercado en su línea caliente para conseguir el amor y el dinero. En el ambiente se escuchaba ese zumbido sin sonido de las computadoras. Detrás de los monitores las caras eran un poco del tono azul de las pantallas.


A escasas calles de los edificios de oficinas que se elevaban sobre la silueta irregular del área financiera, el viento empezaba a golpear cada vez con más intensidad las rocas de la bahía y las paredes de cemento que contienen el relleno que la ciudad cree haberle ganado al mar.


La gente en las calles comenzó a reaccionar a la inminencia de la inesperada tempestad. Los muchachos que venden periódicos bajo los semáforos buscaron refugio con caras de tristeza y frustración. Los vendedores de desayunos pedalearon con todas sus fuerzas en las bicicletas para proteger su carga de empanadas y hojaldras envueltas en bolsas de papel manila con manchas de grasa circulares. No hay muchas ventas cuando llueve y cuando hace sol tampoco se gana bien.


Alegres estudiantes corrían por las calles con las camisas blancas y celestes pegadas a sus pieles, tratando de competir por agarrar un puesto en el Diablo Rojo de la ruta Vía España- Torrijos Carter-Mañanitas. Parece que sería otro día sin ir a clases. Para variar.


A la oficina seguían llegando trabajadores que ya casi no estaban en condiciones de atender al público. De algunos cubículos salía el ruido de la estática de los pequeños radios que no conseguían sintonizar ninguna emisora.


Ya las nubes habían ennegrecido el cielo totalmente. Desde los edificios sólo se veía una masa amorfa de siluetas grises interrumpidas por las luces de los carros que las encienden cuando las condiciones atmosféricas así lo exigen. Abajo las calles están tan inundadas que el tráfico casi no se mueve. Los carros bajos ya debían tener los frenos mojados, así que había que ir con mucho cuidado. Seguramente los conductores ya no podían ver claramente a dos metros más allá del frente. Aquéllos que no tenían aire acondicionado frotaban las ventanas furiosamente desde el interior con las mangas de su camisa o con las palmas de sus manos, pues es imposible ver a través de vidrios empañados. A través de los huecos de visión se ven las caras de impotencia de gente que tiene que ir a alguna parte, pero que evidentemente no llegará, al menos no a tiempo.


La gente comenzó a asustarse un poco. La tormenta se salió de proporciones. Por alguna razón las comunicaciones eran imposibles desde cualquier punto de la ciudad. El sistema interno de las oficinas fue cancelado por razones de seguridad, los administradores no deseaban que una tormenta eléctrica arruinara las redes. Las líneas telefónicas y los teléfonos celulares estaban muertos. Las plantas de electricidad de emergencia estaban en fase de alerta.


En medio del océano urbano, saltaban felices ratas más grandes que perros chihuahua y flotaban toneladas de basura, sí esa misma que llevaban 15 días sin recoger porque el gobierno municipal había tenido otras prioridades durante los últimos 15 años. Pampers, cajas de zapatos, latas de cerveza, manchas de aceites sobresaturados que nadie se dignó de verter dentro de un frasquito y decidió tirar tal cual a la basura…

Más allá de los edificios virtualmente cercados por pesadas cortinas de agua daba la impresión de haber anochecido nuevamente.

Algunos juraban sentir que el piso estaba vibrando a sus pies. Las señoras se lamentaban, nerviosas de no poder llamar a las empleadas en casa para darles instrucciones sobre cómo cuidar las planchas, aspiradoras, televisores y hornos de microondas de las posibles descargas eléctricas o los eventuales apagones. “¡Todo sería más fácil si me quedara en casa a cuidar a mis hijos!”, pensaba alguna Vicepresidenta Ejecutiva.


Parecía como si alguien en el cielo estuviera vaciando cubetazos de agua sobre la tierra con algún propósito misterioso.

Anaika detuvo su tecleo. Las gruesas gotas de lluvia apedreaban su habitación en Londres desde haría unos cinco minutos. Nada raro, siempre llueve en Londres. El cuento le estaba saliendo malísimo, no pegaba una. Y se iba a poner peor aún. Sabía que en las próximas líneas sumiría a la ciudad de Panamá en un sitio mítico, borrado de las coordenadas del planeta por causa de un meteorito. Había planeado el desarrollo del cuento en su mente desde hacía un tiempo ya. Lo tenía todo calculado al mínimo detalle. No sería un final hollywoodense, de eso estaba segura. Ningún héroe con cara de G.I. Joe vendría al rescate de la ciudad en una astronave a prueba de balas. Pero en el momento en el que se arrepintió de completar su historia, mientras mandaba aquel archivo de Word a la papelera, en donde lo condenaría al olvido eterno junto a todas aquellas payasadas que escribía, aquella bola de fuego que estaba a punto de impactar el Océano Pacífico, comenzó a deshacerse tan repentinamente como se había manifestado. Y los radares del Canal de Panamá salieron del estado de alerta.

martes, 28 de septiembre de 2010

La negación del trópico

Me la había pasado sola y aburrida ese domingo. Era de esperarse. Era el día del Censo Nacional y el decreto decía, que nadie que no hubiera sido censado, podía salir de su casa, so pena de que fuera conducido a sabe Dios qué lugar. No tuve más alternativa que quedarme todo el día metida en el Facebook y mirando hacia la calle en espera de los famosos funcionarios eventuales que se encargan de estos menesteres. No es mi costumbre ponerme a limpiar cuando no tengo nada que hacer. Por las noticias, me pude dar cuenta que yo no era la única olvidada del censo. Pero ni modo, la patria reclamaba mi testimonio vital. Al fin tocaron el timbre como a eso de las 4 de la tarde. Ya tenía hambre y se me había acabado mi fiel caja de Cheerios. Esa mañana tuve que echarle agua a la leche para completar la porción. La amable viejecita se demoró unos 7 minutos en subir las escaleras hasta mi piso. No sé si he mencionado que no tengo elevador. Yo estaba llena de motivos y lista para darle mi aporte a la nación. Nos sentamos en la mesa del comedor y comenzó el interrogatorio. La verdad es que eran un millón de preguntas y la viejita se veía algo cansada, pero estaba dispuestísima a preguntar, cuestionar e inquirir, hasta las últimas consecuencias. Me preguntó si tenía novio. Yo, extrañada, le contesté que si esa pregunta estaba en el cuestionario. Ella se rió picarescamente y me dijo que no, pero que igual le daba curiosidad saberlo. Me preguntó que si tenía máquina de coser, cosa que me dio un poco de risa, pues yo no pego ni botones. Para eso le pago cinco dólares a la modista. Me preguntó si me había ganado algún premio últimamente y yo en mi mente me pregunté si contaba el día en el Spa que me había ganado hacía tres noches en el Karaoke de la oficina. Me preguntó si había criado a algún indígena de la comarca. Si había buscado trabajo en el último mes. Cuánto ganaba. Si tenía dificultades de aprendizaje. Cuando llegaba ya casi al final del cuestionario, me lanzó la pregunta más esperada del censo. La cual hasta ese momento no había decidido cómo contestar: “Joven, ¿se considera usted afrodescendiente? Tragué corto, traté de ordenar mis ideas. Y comencé mi monólogo. “Pasaron 35 años para que me atreva a confesar, lo que cualquiera puede ver a simple vista: no tengo el cabello lacio. Basta con ver a mis padres y abuelos. Era genéticamente imposible. Pero me consuela (mal de muchos) saber que no soy la única: mi generación está plagada de mujeres que optaron por los cánones del cabello lacio y que hasta la fecha hacemos y gastamos lo indecible por obtener la tan deseada desaparición de las ondas, ya sean pronunciadas o leves, en nuestros cabellos.” Me detuve para ofrecerle un cafecito, a lo que ella contestó un sí rotundo, con ojitos de ilusión. Mientras estaba en la cocina, seguí con mi perorata: “Recuerdo la primera vez que recurrí al entonces milagroso alisset. Aquella dolorosa lucha la emprendí a mis tiernos 12 años, con sus consecuentes sufrimientos: dormir con rollos, cuidar las raíces, afrontar los daños del químico en mi infantil cabecita… todo a cambio de un lacio bastante razonable, en comparación con mi tebujo perenne. Con tantos cuidados, es obvio que ciertas actividades fueron perdiendo protagonismo en mi vida, pues con ellas arriesgaba lo que tanto me costaba conseguir. Esto incluía la práctica de deportes, los baños en ríos, piscinas y las idas a la playa. Cualquier insinuación de lluvia era una catástrofe para mí. Me perdí de tantas cosas, pero como dicen por ahí, “antes muerta que desprestigiada”.


¿Cuántas cucharaditas de azúcar?, grité, a lo que ella contesto que “dos, gracias, mijita”. Antes de perder el hilo, continué donde había quedado. “Con el tiempo por alguna razón alguien decidió que el alisset se llamaría texturizado. Las chicas nos ofendíamos sobremanera si alguien insinuaba que nos alisábamos el cabello. Aquello era un delicado proceso de cambio de textura. A las cosas por su nombre.” Parecía que la doñita estaba de acuerdo, y si no lo estaba, pues lo fingía bastante bien.

“Mi mamá me cuenta que en su tiempo era un poco peor: las muchachas, que de hecho ya habían vivido mucho tiempo sin el fantástico invento del enjuague o rinse, se planchaban el pelo, en el sentido literal de la palabra, pues se usaba una plancha algo caliente y se extendían aquellas melenas sobre la tabla de planchar para acabar con la churrusquería. Inverosímil.”

El café estaba muy caliente, y me quemé el cielo de la boca. Lo revolví con una cucharita de plata regalo de mi abuela.

“Dormí seteada (con rollos que parecían alcantarillas) y utilizando cuanta pomada prometiera la tan deseada suavidad, como hasta eso de los 18 años, cuando me fui a estudiar a ciudad de Panamá. Allí descubrí las maravillas del blower. Era algo que podía hacer sola, con cierto grado de éxito. Mis humildes ingresos estudiantiles no me permitían más. Casi no puedo recordar alguna ocasión en la que me dejara secar el cabello en su estado natural. Eso sí, cada vez que las raíces crecían, había que ir a aplicar el “texturizado” de rigor, pues obviamente el cabello sigue creciendo tal y como Dios lo pensó cuando distribuyó nuestras características fenotípicas.”

La señora comenzó a impacientarse de verdad. Se rascaba la cabeza y ponía los ojos en blanco. Me corrí un chance más:

“Así pasó el tiempo hasta que pude encarar el precio de al menos un blower profesional semanal, el cual costaba alrededor de diez dólares. Luego se me antojó que me había cansado de hacerme texturizado (o relajante, como también le decíamos) y decidí tomar el riesgo de que el cabello creciera sin tratamiento químico, pero siempre bajo el calor de la pistola de aire.

No fue sino hasta hace unos cuatro años que conseguí que el último vestigio de alisset-texturizado-relajante abandonara totalmente mi sistema capilar. Bueno tanto como totalmente no, siempre me ponía un poquito en el marco de la cara, para borrar cualquier vestigio de onda.

Fue entonces cuando, un poco tarde si se quiere, descubrí lo que me hubiera encantado saber desde el día que decidí alisarme el cabello a los 12 años: un secado hecho por estilistas dominicanas. Esta es la etapa que vivo actualmente. Y no puedo negar que soy muy feliz. La realidad es que nadie seca el cabello como las dominicanas. No me pregunten si es una cosa como el fútbol en los brasileños, porque no sabría explicarles. Lo cierto es que parece que todas fueran a la Universidad de Secado de Cabello, y tomado una maestría en Extra Lacio. Ahora que conozco esta experiencia ya no me sacrifico tanto. Todo hubiera sido más sencillo y más barato si me hubiera inclinado por mis rizos naturales (suspiro). Pero qué va, no tengo el valor (y francamente, tampoco las ganas).

Ahora hago una cita religiosa cada semana. Sé que en el salón, Maritza me estará esperando para darme un boleto para “mi viaje a San Blas”, como cariñosamente se le dice al blower en el argot de las negadoras del trópico. De este “viaje” estoy segura volveré lacia y feliz.”

La señora del censo me miró con extrañeza, no muy segura de haber entendido lo que yo le acababa de decir. Con la amabilidad que la había caracterizado durante toda la entrevista, me volvió a preguntar: “Pero ¿se considera usted afrodescendiente o no?”

Desde la pared la foto de mi abuela me sonreía con picardía y tras la belleza de sus arrugas y sus ensortijados cabellos naturales, como diciendo: “Lo que se hereda no se hurta, mi princesa”

Y yo le contesté con un suspiro de resignación y algo cansada: “¿Sabe una cosa doñita? Ponga lo que dé la gana”.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Un día en la vida de una pasante


Me prometí escribir esta crónica antes de que la tinta de mi diploma se secara. Está dedicada a esos héroes anónimos que día a día se esmeran por ser los cinco sentidos de los abogados fuera del bufete. Me refiero, claro está, a los asistentes legales, mejor conocidos en el oficio como “pasantes”.
Un día típico en la vida de un pasante está lleno de tráfico, cambios nerviosos de estaciones de radio, calor, lluvia, estrés, términos judiciales por vencerse, filas gritos, hambre, boletas municipales, copias y un largo etcétera que procedo a describir:
9:00 a.m. Después de haber resuelto el parcial de Derecho Procesal a toda velocidad en la Universidad, —entaconada y con tu único y mejor traje, porque al raro de tu profesor, se le antoja que los exámenes se presentan prácticamente vestido de etiqueta—sales disparada hacia la oficina, donde todas las secretarias te quieren matar porque tienen mil cosas urgentes todas para ¡HOY!, por supuesto
9:15 a.m. Después de ir puesto por puesto, pidiendo instrucciones, sacando copias (todo sin haber desayunado), tratas de organizar un mapa al mejor estilo taxístico, para poder llegar a tiempo a todas las dependencias privadas y gubernamentales que tienes que recorrer ese día. Pero no importa, una pasante como tú es experta en atajos y recovecos.
9:30 a.m. Si tienes la suerte de trabajar en una firma vanguaradista, tu *celular suena por primera vez. Si no, allí está tu enorme ladrillus del pueblus (radio súper–hiper-voluminoso y pesado que es más barato que pagar por un celular) interrumpiendo el último sencillo de Shakira: “A la secretaria del doctor…se le olvidó (luego dirá que fuiste tú) darte una nota especial para don Fulano y debes regresar a la oficina”.
10:15 a.m. Regresas, recoges la nota, la llevas sin demora a la oficina del fulano, en calle 50 y, cuando sales, y te encuentras al muchacho de las boletas municipales haciendo de las suyas. Suplicas misericordia. Una lágrima no estaría de más.
10:35 Llegas a la Corte Suprema de Justicia, te estacionas casi llegando al Administration Building, desde donde emprendes una caminata muy rápida (recordemos los tacones y la falda, cortesía del profesor de Procesal y del look corporativo), cargada de papeles y tu enorme radio-transmisor.
10:40 a.m. Haces tu entrada triunfal a los juzgados, saludas a las mismas personas que saludas todos los días, revisas religiosamente tus expedientes, persigues el libro de secuestros y presentas tus escritos.
11:00 a.m. ¿En qué juzgado se habrá quedado tu ladrillus del pueblus?
11:15 a.m. Tienes hambre no has desayunado.
11:16 a.m. Allí viene un alma piadosa con tu troncal.
11:17 a.m. Comienzas hacer fila para sacar las copias
12:01 p.m. Cierran la Corte.
12:20 p.m. Llegas a la oficina, ponchas tu tarjeta y sales a almorzar. Se supone que los otros pasantes te esperan en el Registro Público para comer juntos.
12:45 p.m. La gente del Registro se fue a comer, se cansaron de esperarte. Sigues con hambre.
12:50 p.m. Es tarde para ir a tu casa en Hato Pintado a comer la comida de tu mamá, así que adquieres tu democrático trío (hot dog, chicha de naranja con raspadura…y servilleta) y te lo comes en el carro, mientras hojeas el examen de Derecho Marítimo de la noche.
1:15 p.m. Te das una vueltecita por allí para ver qué hay en las vidrieras.
1:30 p.m. Ponchas y buscas las instrucciones de la tarde.
2:35 p.m. La jefa de Recursos Humanos te llama a capítulo porque las secretarias se quejaron de ti, otra vez. Sales del despacho congelado, con la cara roja y la autoestima destruida, queriendo estrangular a alguien.
3:40 p.m. Estás en el proceso de cumplir con tus deberes de la tarde y, por mirar al chico del carro de al lado, chocas al taxista de enfrente quien, luego de decirte hasta de lo que te vas a morir, te exige que le pagues al contado y como si el taxi acabara de salir de la agencia.
4:30 p.m. Llega el tránsito (igualito que en las películas) y te entrega una invitación al Juzgado en Pedregal para el día de tu cumpleaños (comprometiendo así unas 10 quincenas de arduo trabajo).
4:35 Intentas que el funcionario de la ventanilla reciba tu documento, pero el pecado de llegar 5 minutos tarde, hace que te dejen hablando sola y si no te avivas hasta puede que te encierren en la oficina. El celular vuelve a sonar: “Juana María se enfermó, así que a ti te corresponde exponer el trabajo de Derecho Ecológico: esta noche.
4:50 p.m. Llegas a la oficina como puedes y, como eres la última, todos los estacionamientos de pasantes están ocupados. Ni modo, lo colocas con las intermitentes en una línea amarilla y que Dios te ampare.
4:55 p.m. Dejaste documentos importantes en el carro (las pruebas de que hiciste ALGO en el día)… Regresas a buscarlos, no vayan a pensar que te fuiste a parquear al Causeway de Amador, como otros que conoces y al menos les pagan sus cuotas del Seguro Social.
5:00 p.m. Ya es muy tarde, no vas a tener tiempo de revisar tu e-mail (con lo que te gustan los mensajitos). La secretaria te recibe con la noticia de que mañana tienes que ir a Colón porque se vence un término. Como a estas alturas ya nada peor te puede pasar, sonríes y te diriges a tu mini reunión con el licenciado, tu jefe, quien si tienes la suerte que tuve yo, te recibirá con una sonrisa gratificante: “Gracias, ¿qué haría sin usted?”.
5:25 p.m. Gracias al cielo no hay grúas en la costa. Enciendes el radio y te introduces en el horrible tranque, mientras escuchas alguno de esos programas de radio que te hacen pensar que el mundo se está acabando y te mueres de la risa. Repasas mentalmente tus lecciones.
5:40 p.m. Mientras intentas buscar estacionamiento en la universidad, te preguntas si no te equivocaste de profesión.
9:30 p.m. El profesor por fin recordó que tiene esposa e hijos, que es noche de quincena y que nadie ha cenado. Regresas a tu casa y encuentras en la nevera (si no tienes la suerte de vivir con tu mamá) las proverbiales sobras para meter al microondas, esperándote en soledad. Luego de sentir que tu cena no huele muy bien, reconsideras comerte algo que no parece muy higiénico que digamos, y decides abrir una barra chocolate Snickers, probablemente te quite la fatiga.
10:00 p.m. Estudias cuanto puedes, pero tu cuerpo ya no da más (a menos que se presente una inesperada invitación a un sitio de sana diversión y esparcimiento).
11:00 p.m. Te vas a la cama y, entre las brumas del sueño y tus oraciones del día, entiendes por qué tuviste la clase de día que tuviste: “Porque tu obligación es llevar soluciones a la oficina y aprender”.
11:15 p.m. Antes de cerrar los ojos, le pides a Dios que, cuando te corresponda el turno de contratar a alguien, encuentres una pasante exactamente como tú (… y juras que le pagarás el doble).
(Enero, 1999)

Metrosexual

Desde que renuncié a mi puesto como directora médica de la clínica, mi vida ha sufrido algunos cambios radicales. Me cambié el color y el corte de cabello. Adopté el estilo gótico—ropa negra, labios negros, uñas negras, grueso delineador de ojos…negro. Ya no veo mi colección de las diez temporadas de Friends. En fin, soy otra.


Cuando comencé a trabajar como telefonista de un call center de emergencias, sabía que estaba sobrecalificada, pero desconocía los efectos inmediatos del cambio de oficio en mi vida personal. Me he convertido en un vampiro moderno. Falta de apetito. Fobia a la luz del sol. Parece que lo único que me falta es el ataúd; es como tener un jetlag sin haber dejado de tocar tierra. Yo, toda una fisiatra. Viviendo de noche. Tan alerta de las urgencias absurdas del resto de la gente que no puedo conciliar el sueño por muy cansada que llegue a casa. La que habría sido nuestra. Oigo tantas cosas extrañas. Toco tantas vidas. Resuelvo tantas vainas diferentes. Las personas se meten en los problemas más inverosímiles cada día. Como dice mi papá, “La vida no es una novela”. Y es gente que jamás conoceré. No es normal. No tengo tiempo de estar ni conmigo, pues cuando estoy sola pienso en todo lo que pasé dentro del monótono cubículo de mi oficina. Sólo me acompañan la radio y los extraños en problemas. Hoy tuve que negociar largamente con una mujer que había inventado unas 25 formas —todas muy originales, por cierto— de suicidarse. Tenía cero autoestima. Si por ella hubiera sido se hubiera inyectado botox hasta en las uñas de los pies. Estaba al borde de la anorexia y era hipocondríaca. Mientras conversaba con ella, les enviaba un mensaje de texto a los paramédicos para que acudieran a prevenir que cometiera alguna locura. La pobre mujer tiene diez hijos y un marido que está bastante más allá de la línea de la infidelidad. Llegaron justo a tiempo ya que la pobre tipa tenía el Kama Sutra de los suicidios en su botiquín, sin necesidad de violar ni una sola ley sanitaria. No es por nada, pero salvé otra vida. Siempre quise salvar vidas.

Hoy decidí caminar a casa. No acostumbro a caminar sola a las tres de la madrugada por esta ciudad. Pero la brisa es irresistible esta noche. El cielo me recuerda aquella creencia egipcia de que las estrellas son huequitos por los cuales se filtra la luz del Paraíso.

No todo es sonambulismo, claro. En las tardes asisto a una clase de Literatura Universal. Todos esos escritores de los grandes clásicos, tenían vicios, abusaban de cualquier cosa. Del café, del opio, del sexo, de la vida y aun así eran geniales. Probablemente por eso eran geniales. Desde luego que estoy muy ocupada.

No tengo tiempo de acordarme de él, ni de que pisoteó mi dignidad, mi alma, ni de que fue un desastre el haberlo conocido. Es como terapéutico y hasta ahora, pareciera estar funcionando. Lo he extirpado de raíz, como a un tumor. Ni siquiera lo recuerdo mucho aunque en su programa de radio nocturno, él siga programando “nuestras canciones”. Al menos las que yo creía que eran nuestras canciones. El hecho de que su turno de locución sea igual al mío en el call center, es mera coincidencia. El hecho de que escuche su programación en la estación KXYW, obedece simplemente a que siempre me gustó, aunque no lo conocía. La gente me advirtió que ni me ilusionara, que los locutores nunca eran guapos. Pues con él se equivocaron. Estaba a otro nivel en la escala de guapura.

Debo admitir que a veces abusa de nuestra sacrosanta One de U2. ¿A quién quiere engañar? Es obvio que entre una y otra cosa quisiera volver a empezar y ser un chico normal, como pretendió serlo cuando nos conocimos, el día que chocó mi carro al pasarse la luz roja. No sabía que destruiría mucho más que mi puerta del conductor.

Apuesto lo que sea a que tiene mi foto en la cabina, como de costumbre, aunque solamente sea como coartada. Más bien, todo lo nuestro fue una coartada. Debería buscar ayuda profesional. Debería pasar largas y costosas horas tendido sobre el diván de un psicoanalista que le explique la verdadera razón de por qué me dejó ir. Allí debió haber confesado sus traumas de niñez, de su juventud en la academia militar, del abusivo de su padre borracho, su madre pusilánime y su incapacidad de comprometerse y amar a una mujer. Quizás necesita medicinas, internamiento o vigilancia. O las tres cosas al mismo tiempo.

¿Cómo diablos fue que terminamos así? Más bien la pregunta sería ¿Cómo fue que llegamos a comenzar este asunto? No es que me guste pensar en la cerveza fría del Fenway Park en medio de un juego de los malditos Red Sox o de los malabaristas de fuego en el Farmer´s Market. Es que todo eso era porque él estaba. Realmente ninguna de esas cosas me interesaba en lo absoluto. Sólo Dios sabe que nunca tuve mucho criterio propio. Más bien nunca me gustó la confrontación. Por eso me salí de la Facultad de Derecho en segundo año. Porque no servía para los debates. No era más que una novia camaleónica.

Hace mucho frío aquí. Estoy temblando.

Ahora estamos escuchando a Nirvana. The man who sold the world. Y digo estamos, pues sé que él la está programando y yo la estoy oyendo. Sabe que la estoy oyendo. Sé que no la programa para mí.

Fue muy difícil convencer a esa mujer de que no se matara. Fue fácil entender sus instrucciones.

Y pensar que un día decidí que no iba a dejar de quererlo. Y entonces me enteré de que en algún lugar del mundo él había dejado de pensar en mí. Habría sido mucho más sencillo de asimilar si la competencia hubiera sido entre otra y yo. Al menos contra una mujer podría haber salido bien librada.

Me hormiguean las piernas.

Ahora está pasando a Air Supply. Lo escucho y pienso que me faltó malicia. “Piensa mal y acertarás” me decía mi amiga Gaby, pero yo no escuchaba razones. Algo en el Agua de Maravilla de Humphrey´s sobre su tocador debió habérmelo advertido. ¿Cómo pude pasar por alto el tema de la depilación, el manicure y esa adoración enfermiza por David Beckham, dizque porque era fan de Inglaterra? Algo en sus exfoliantes Clinique, su crema Eterna 27 para las arrugas y en su habilidad para llamar al color rosado de quince maneras diferentes debió haber disparado los detectores de mi sentido común. Yo que lo creía el más sensible de los hombres de la Tierra. No es bueno que la gente viva en la mentira. ¿Cómo se puede dormir tantas noches junto a un perfecto desconocido?

Dicen que uno nunca se acuesta a dormir sin haber aprendido algo nuevo. Hoy, yo aprendí algo de la mujer a quien ayudé a salvar. Uno de sus métodos suicidas poco ortodoxos. Tan fácil que hubiera sido la clásica de cortarme las venas. Nadie debería vivir dentro de un closet. Veo una luz al final de un largo túnel. ¿Será por causa del té de Shampoo Kerastase de eucalipto con Vick Vaporub?