miércoles, 31 de octubre de 2012

Mentiras circulares

“The world was on fire and no one could save me but you.
It's strange what desire will make foolish people do.”

CHRIS ISAAK, Wicked Games

La Porshe Cayenne blanca estaba estacionada en la pequeña villa antonera. La cabaña polvorienta tenía visitas. Los insectos de la noche comenzaban a salir, suicidándose contra las velas recién encendidas. La luz azul de la llama calentaba la cacerola y la brisa fría la hacía temblar. El aroma de la mantequilla derretida y el ajo machacado se sentían en cada esquina. Victoria cortaba trozos de queso Emmental y Mozarella. Samuel trataba de abrir una botella de Chablis (para la receta de fondue) con un descorchador algo oxidado. Isabel miraba por la ventana hacia la noche total de la luna nueva, salpicada de estrellas antiguas.
Todas tenían un crush con Samuel y todas lo sabían entre sí. Samuel lo sabía y eso le encantaba. Y ellas sabían que él lo sabía. Los cuatro tenían ese tipo de amistad peligrosa y descarada que te mete en problemas de vez en cuando. Se escapaban a la casa en El Valle cuando su vida fácil no les ofrecía más satisfacciones, ni retos que los del dinero fácil ganado sin mérito alguno en las oficinas de abogados de sus padres y abuelos por el simple hecho de tener los apellidos indicados. Se reunían en un refugio de la montaña, para derretir en el queso y al calor del vino, los trozos congelados de sus globalizados corazones.
—Contemos historias de miedo pues —gritó Rebeca desde el exterior, exiliada voluntariamente para poder disfrutar de su cigarrillo a plenitud. —Ya está empezando a hacer frío y ustedes y su silencio me aburren.
—No es silencio. Es introspección colectiva, querida. Un buen fondue siempre necesita meditación previa, para que a Victoria no se le pegue en el fondo.
—Muy gracioso. Estás buscando quedarte sin parte. Cuéntate algo, Isa. Eres excelente mentirosa.
—Cuentera que no es lo mismo. Y pues sí, la verdad es que tengo un cuento nuevo en mente. Quizás aquí se me pueda ocurrir un buen final.
—Dale, dale —le pidieron todos fingiendo entusiasmo mientras Samuel repartía copas para servir uno de sus vinos.
—¿Chateau du Vampire? En serio, man, ¿tú dónde consigues estas vainas? —Dijo Victoria haciendo una mueca.
—Y no tengo la más mínima idea de a qué sabe—, dijo Samuel tomándose el primer trago.
Rebeca entró a la cabaña y revisó el resto de las botellas que estaban sobre la mesa.
—Fetish Wines Playmates. Inzinerator. Tú como que nos estás mandando mensajes subliminales con esta selección vinícola. —Dijo Rebecca con una sonrisa malintencionada.
—Tú sabes que en materia de vinos la clave es ser audaces.
—Pues esta porquería de Vampire está para el olvido. —Dijo Samuel con cara de que había probado cosas mejores. —Mejor los dejamos de último, cuando ya no importa mucho a qué sabe.
—A mí dame una copita de Fetish, Samuel. —dijo Victoria echándole una mirada llena de intenciones.
—Nada en exceso, recuerda lo que te pasó la última vez, Victoria. Se te pegó el fondue a la cacerola. Además, quedan muchas botellas más. Cero stress.
La neblina cómplice, se filtraba por la ventana entreabierta. El Ipod pasaba el playlist de costumbre. Música sexy. Bittersweet Symphony, de The Verbe; I just died in your arms tonight, de Cutting Crew. Y cosas por el estilo.
Ahora Victoria picaba los rabbits (pan, zanahorias, apios, choricitos) y los repartía con primor en platitos con trinchantes de colores. Isabel tomó la palabra después de vaciar su copa.

“Hace algún tiempo, sucedieron cuatro desapariciones misteriosas. Y no estoy hablando de siglos. Si acaso serán unos diez años. El detective Lucca de Rossi fue comisionado por la Interpol con la misión especial de investigar las desapariciones, pues se habían dado en diferentes ciudades europeas. Todos los casos tenían los rasgos clásicos del asesinato en serie. Hans von Kutten, Pietro Maggiori, Cristiano Amaral, Iván Kovac. Todos los desaparecidos eran arquitectos que rondaban los cuarenta años. Todos eran viudos. Sus vínculos con una decoradora de interiores de origen francés llamada Helena Lupin eran el único eslabón común entre los casos. Pero había que conocer a Helena. Con sólo echarle un vistazo uno sabía que era inocente. Una mujer así jamás podría ser sospechosa de nada.
Lucca era uno de los cerebros más calificados para resolver las desapariciones en su departamento.
Pero nadie contaba con que el detective se enamorara de la principal sospechosa. El día que Lucca vio por primera vez a Helena, comenzó a creer en la existencia de Dios. O al menos eso hubiera pensado cualquiera que lo conociera.
De acuerdo. Hay cosas que no pueden decirse de ninguna manera, aunque haya muchas maneras de decirlas. Y eso de que todas las verdades salgan a la luz también es cuestionable. Hay crímenes perfectos, mentiras circulares, milagros inexplicables y dogmas de fe. Lucca lo sabía. Tenía experiencia. Lo que para unos es normal, para otros es motivo de escándalo. La normalidad es siempre relativa. Como toda la gente normal, Helena parecía tener un secreto. Lucca lo presentía, pero no parecía importarle. Él también tenía los suyos.
En una desaparición no hay cuerpo. Así que es muy fácil archivar el caso. Helena tenía la sonrisa tranquila y los ojos limpios. Tristes a veces, pero tan limpios que al dejarse herir por un rayo de luz, hacían que cualquier hombre temblara de sólo pensar en sus posibilidades.
Después de un cortejo promedio, sus noches de vino y caminatas, sus gemidos, respiraciones agitadas y un par de cientos de atardeceres del color del plomo y rosas; Lucca renunció a la Interpol, luego de 20 años de desempeño intachable. Justo al día siguiente de archivar los casos de las desapariciones. Parecía que lo suyo con Helena era importante.
Claro que sintió curiosidad por la aversión de Helena hacia todos los objetos de plata. Desde un crucifijo hasta una daga. Desde un tenedor hasta un rosario. “Todos tenemos derecho a tener nuestras manías”, pensaba Lucca. “Helena pronto conocerá las mías”.

—El fondue ya está listo, vengan para acá —anunció Victoria, interrumpiendo el relato de Isabel. El frío de la noche los hizo buscar sus sudaderas y frazadas. Y abrir la tercera botella de Fetish. Isabel aprovechó para calzarse sus medias de lana y meter los pies dentro de un horroroso par de Crocs. Samuel rellenó las copas medio vacías con el Fetish que acababa de abrir. Ya las chicas estaban mareadas.
—¡Ahh. Este vino está muy divertido! —Suspiró Victoria. —Quiero más. Me lo merezco por ser la cocinera.
Rebeca subió sus pies descalzos sobre el regazo de Samuel, quien no opuso resistencia.
—Prosigo—dijo Isabel. —Me quedo con el Vampire, dijo guiñándole un ojo a Samuel.
Helena Lupin vivía con una tía anciana casi catatónica y con su hermano gemelo, Homero, un pintor, que Lucca nunca pudo identificar como homosexual o como simple ermitaño.
Aquel caserón tenía algo de escalofriante. Se sentía ese aire denso de los lugares en los cuales alguien ha muerto, en los que no hay paz. Quizás Lucca fantaseaba con poseer a Helena en aquella casa ajena e incierta. Quizás la única de sus fantasías a la que ella se había resistido. Ya sus noches habían escenificado cualquier tipo de amor imaginable. Ella nunca lo dejó pasar del recibidor, de cuyas paredes colgaban cuatro cuadros firmados por Homero Lupin. La pintura del crucifijo de plata alumbrado por la luna llena, en seguida captó la atención del detective. Allí lo decidió. Simplemente supo que estaba haciendo lo correcto.
Y así se lo dijo un día cualquiera. Un día imperfecto sin sol y sin lluvia. Un día sin fecha. Decidió pedirle y jurarle amor, a pesar de los secretos que ambos guardaban. Con la decisión en el pecho caminó por las avenidas en busca de la sortija perfecta. Una joya tan única como absurdo era el color de los ojos de Helena. Como el timbre oscuro de su voz. Después de aprender todo tipo de estupideces y frivolidades sobre quilates, color, corte, aleaciones y claridad, se decidió por un diamante que le costó la mitad de su patrimonio. Pagó con crédito por asegurar el amor de aquella mujer. Intercambio justo. Más que justo. Tenerla para él, no tenía precio.
Ella sorbió su café, muy caliente, muy negro y muy dulce y miró hacia un punto en la nada, como solía hacerlo de vez en cuando. Y luego rechazó la propuesta de matrimonio de Lucca. Él le suplicó que conservara el hermoso anillo de compromiso. Le dijo que extrañaría su aversión por los gatos, su afición por la carne poco cocida y su intolerancia a las ensaladas. Ella se despidió con un beso largo y entregado. El beso de una mujer enamorada. Lucca le dijo adiós para siempre. Helena se quedó sola en el café. Lucca podría jurar que la había visto llorar desde la distancia.
Aquella noche era noche de luna llena. Nunca había visto una luna llena con Helena. Su dolor había agudizado su instinto de detective. Las pruebas estaban por todas partes. Había atado los cabos sueltos. Se había dado cuenta de que todas las desapariciones habían tenido lugar en días posteriores a la luna llena. Que todos los amantes de Helena habían adquirido un anillo de oro amarillo y diamante para ella, símbolo de un amor eterno que nunca se materializó.
Lucca se adelantó y entró a su casa antes de que ella llegara. No sabía lo que buscaba. Encontró la jaula de hierro que se ocultaba detrás de la biblioteca, tapiada con siete sellos, y blindada de humedad verdosa y paredes reforzadas. Quizás otros, más desesperados, antes que él también habían traspasado aquellos muros, sin la misma suerte. Pero a Lucca le sobraba lo que a ellos les había faltado. Motivos. Amor verdadero. Amor puro e infinito, que sabía que jamás volvería a encontrar.
Helena recibió una postal suya un año después con estampillas francesas y una imagen de las orillas del Sena. “Sin resentimientos. Tuyo para siempre”, firmaba, Lucca de Rossi.
Y Helena sonrió. Quizás aquella noche de luna llena Lucca escapó de la casa justo antes de la salida de la luna y se quedó en el jardín escuchando a Helena retorcerse del dolor y la desesperación entre las telarañas y las asperezas de la jaula secreta, mientras su piel pálida hasta el azul daba paso a la bestia despreciable en la que se transformaba cada mes. Tal vez había adivinado cómo sus formas de mujer dejaban salir por esa noche única a un endemoniado ser de pelaje espeso y ojos del color de lo absurdo, esos mismos ojos que tantas veces se entrecerraron al contacto de sus besos.
Quizás habría escuchado sus lastimeros aullidos plenos de hambres y de sangre inocente.
Quizás había escapado a tiempo. Quizás ella lo había amado lo suficiente como para dejarlo escapar. O quizás eso era lo que él quería que ella creyera…
Aquella sería una de las últimas sonrisas de Helena.
La postal estaba bañada en un poderoso corrosivo que destruyó el baño de oro de la sortija de Helena. La plata de la joya original entraría en contacto con su piel de alabastro.
La venganza de Lucca estaba completa. Su amante lo había abandonado por ella. Lucca jamás amaría a nadie como había amado a Iván. Iván Kovac. La última víctima del hambre infinita de Helena.”

Un silencio rodeaba la pequeña llamita azul alimentada por alcohol. El fondue se había acabado. Las botellas vacías y los corchos tapizaban la alfombra roja con diseños negros. Rebeca y Victoria se habían dormido sin remedio bajo los efectos del narcótico suave que Samuel había colocado en cada botella de Fetish que había descorchado aquella noche de niebla.
Cada vez que Isabel contaba algo, Samuel sabía que terminaría entre sus brazos. Al día siguiente, siempre podrían echarle la culpa uno de esos cuentos aburridos. Menos mal que su vida no dependía de inventar historias. Siempre tendría un lugar en la firma de abogados de sus padres. Drake, Robin & Germánico. Una de las mejores de toda Latinoamérica.