sábado, 2 de junio de 2012

El hombre que odiaba a las mujeres

Roberto odiaba a las mujeres. Esto no significa que no saliera con ellas o que no le gustaran físicamente. Roberto simplemente odiaba la mente de las mujeres. A pesar de ello siempre se le podía ver muy bien acompañando. Era uno de esos tipos cuyos affairs eran vox populi. Cada vez que salía con una chica, cada detalle de sus experiencias, modificadas y exageradas se hacían del dominio público.


Él se esforzaba exquisitamente en ridiculizar y minimizar a las infelices que caían en sus garras; y gracias a los milagros de la comunicación electrónica se habían disparado sus posibilidades de promocionar sus aptitudes de conquistador. Escribía largos y detallados correos en los que les explicaba todas sus “hazañas” como si fueran las noticias protagónicas del periódico vía e-mail.

La ideología de Roberto era visible en sus muy conocidas consignas machistas, como:
— “Esta es una reunión de hombres”
— “Las mujeres no entienden estas cosas”
— “Ey ese tipo deja que la mujer lo domine”


Estas eran las más amables.
Se decía que Roberto tenía un par de hijos no reconocidos, pero que como buenos vástagos negados se parecían tanto a su papá como si hubieran sido clonados. Para éste, era obvio, en pleno siglo XXI la única finalidad de las mujeres sobre la tierra era la de saciar sus necesidades físicas, adornarlo en las reuniones sociales y evitar que su simiente genética se borrara del mapa. Suponían simplemente un elemento más en su carrera hacia el éxito. Una exigencia social. Y de paso, una garantía de compañía incondicional. Sus ácidos comentarios sobre el género femenino ya habían pasado del simple humor negro a ser un verdadero repelente social, al menosbasí lo sentía Eva, la novia de uno de sus mejores amigos.

Eva adoraba a Gerardo, quien era un tipo muy sensible e inteligente, pero había llegado al punto de sentirse aterrorizada cada vez que tenían que ver a Roberto bajo cualquier circunstancia. Últimamente Eva ya ni iba a los eventos en los que podía encontrarse con aquél cara a cara.


Gerardo le había dicho que lo ignorara, que no le diera importancia. Que sus comentarios no eran nada personal contra ella y que en el fondo el tipo tenía un gran corazón. Pero ella se sentía terriblemente incómoda y atacada… “De lo que abunda en el corazón habla la boca”, decía, y se moría de la rabia cada vez que el nefasto personaje emitía un concepto “impersonal” sobre las mujeres.
— No es por ti, Eva. Tú sabes que esto no tiene nada que ver contigo — decía Roberto entre risas, tras de proferir alguna de sus atrocidades, convencido de que era más gracioso que nadie.
Para un hombre así las mujeres eran un padecimiento que había que sufrir a fin de obtener sus favores afectivos. La estimulación intelectual y las conversaciones inteligentes bien podía obtenerlas de sus amigos, del Internet o de su Playstation 2.
Eva jamás le había escuchado a Roberto un comentario de admiración sobre una mujer, ni siquiera sobre su madre. Había llegado a la conclusión de que la mujer perfecta para él era un transexual.
Eva había pasado muchas horas cavilando sobre Roberto. Algo debía ocultar tanta amargura…, una experiencia de niño que lo había convertido en esa amenaza social que se movía y respiraba como si hubiera nacido debajo de una mata, no de una mujer.
Con respecto a Gerardo, en cambio, Roberto parecía guardar sentimientos realmente profundos. La de ellos era una amistad “de cuna”; de esas por las que los hombres dicen dar hasta la vida.
Eso y algunos vestigios de humanidad que tenía con ella, hacía que las muchacha viera al chauvinista con cierto afecto. Sin embargo, aunque había tratado por todos los medios de ignorar las salidas odiosas de éste, llegó un momento en el que ya no podía hacerse de los oídos sordos ante tanto comentario hiriente y de mal gusto mientras desfilaban por su vida y la de sus amigos bien documentados”, las muchachas incautas.
Sólo por no colocar a Gerardo en una situación incómoda,
Eva se mordía la lengua antes de decir algo, pero se devanaba los
sesos buscando la manera de darle una lección.
— Te juro, Gerardo, que no lo aguanto. Ese hombre odia
a las mujeres. Quizás si ustedes no pasaran tanto tiempo juntos...
pero esto es algo que me tengo que aguantar todos los días.
— Tranquila, mi amor; tú sabes cómo somos los hombres...
— Tú no eres así.— decía Eva, poniendo vocecita de
consentida.
— Quizás para las novias, de mis otros amigos yo sea un
pesado y una amenaza sonsacadora — respondía él tomándola por
la cintura y estampándole un sonoro beso en la boca.
Cómo le hubiera gustado a Eva poner al otro a caminar en
tacones por las principales calles de la ciudad.
¿Qué podía hacer ella para que Roberto entendiera un poco
de la experiencia de ser mujer?
Al principio definitivamente no parecía un plan muy viable,
más bien se veía descabellado. Pero con un instinto criminal que
ella no se conocía, las ideas fueron madurando por sí solas con una
súbita y delictual orientación.
Comenzó a documentarse; se convirtió en una rigurosa
investigadora. Se informó con sus amigos médicos; se suscribió a
revistas femeninas; hizo encuestas entre sus amigas. Estudió sobre
las hormonas sexuales y sus efectos. Tenía que encontrar la forma
de que Roberto sufriera en carne propia la condición de mujer.
Aunque simple, su plan necesitaba algunos ingredientes
 específicos; en primer lugar, un cómplice. Mujer, de preferencia,
identificada con la causa.
¿Quién mejor que la señora que limpiaba el apartamento
del hombre que odiaba a las mujeres? Eva se estacionó una mañana
frente al edificio donde vivía Roberto y esperó a que éste se
marchara. Cuando el auto deportivo se perdió por la esquina, corrió
hasta el portero eléctrico y le pidió a Agustina que la dejara entrar.
En poco tiempo la enteró de todas las humillaciones que conllevaba
servirle a su patrón por una suma ridícula.
Agustina tendría unos 57 años y desde hacía cinco le limpiaba
y cocinaba a Roberto. Tras una hora de charla quedó más que
dispuesta para ayudarle a Eva, “siempre que nadie se dé cuenta…
y no le pase nada …. malo ….al señor”.
El ardid de Eva consistía en darle a Roberto subrepticiamente
unos tratamientos hormonales que le provocaran el Síndrome Pre
Menstrual durante algunos meses. Según los recientes estudios de
Eva, para conseguir el deseado escarmiento bastaría que Roberto
recibiera diariamente las dosis indicadas de estrógeno.
Aunque no lograba entender mucho de aquello, Agustina se
veía fascinada, con uno que otro brote de preocupación.
— Y ¿de verdad le va a pasar esto?... ¿Y de verdad le va a
pasar aquello?... Pero ¿no se va a morir, verdad?
Eva terminó de convencer a su cómplice y regresó a sus
faenas.

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Algunas semanas después luego de iniciado el “tratamiento”,
Eva estaba sola en su apartamento frente a la televisión.
Gerardo había olvidado el celular allí. De pronto, las luces de la
pantalla se encendieron y el móvil comenzó a vibrar sobre la mesa
de centro. Eva se inclinó sobre la mesa para ver quién llamaba. Al
ver que era Roberto decidió dejarlo sonar. Cuando aquél intentó
por tercera vez, ella contestó sin mayor gana.
— Aló
Al otro lado de la línea Roberto lloraba como un desesperado.
— ¡Ay, Eva, necesito hablar con Gerardo!
— Tranquilo Roberto... ¿te puedo ayudar en algo?
Sumido entre sollozos, él le contó que en la reunión mensual
de gerentes uno de los Vicepresidentes había criticado su proyecto.
Que él no había podido contenerse y se había puesto a llorar frente
a todos los ejecutivos. Que se sentía muy mal y que quería que la
tierra se abriera y se lo tragara.
— Pero... Roberto, no entiendo — musitó Eva, al punto
de asfixiarse con la risa trabada en la garganta... Tú deberías estar
acostumbrado a estas cosas! Por favor; eres el rey de la crítica y
los golpes bajos. Se te debió haber ocurrido algo, ¿no?
— ¡Sí Eva, pero no sé qué me pasa… Estoy fuera de control!
Y sus gemidos y lagrimeos vibraban graciosamente en el
celular. Saber que su plan comenzaba a surtir efecto produjo en
Eva una maligna e indescriptible satisfacción.
De allí en adelante, el hombre que odiaba a las mujeres
comenzó a presentar unos síntomas del todo incompatibles con su
autosuficiencia y cacareado atractivo. Decía que no se veía bien,
que nadie lo apreciaba realmente. Sufría inexplicables depresiones
y no había tenido una cita en largo tiempo.
Una noche después del trabajo, Roberto fue a hacer algunas
compras. En la farmacia se quedó largo tiempo parado ante el
estante de revistas con una Glamour entre las manos. No se dio
cuenta de que ya estaban cerrando… ni siquiera se acordaba de lo
que había ido a buscar, pero por la manera en la que la dependienta
lo miraba, supo que iba a tener que llevarse la revista, más algunos
chocolates y soda para seguirla leyendo en casa.
Fuera de la farmacia, se encontró a Gerardo, que llegaba
justo a tiempo para que le tiraran la puerta en las narices.
— ¡Hey, hermano! ¿Cómo va todo? — Gerardo le extendía
una mano sólida y decidida.
— Nada, aquí pasándola.
 — ¡No me digas que lo que llevas en esa bolsa es una revista
de mujeres!
Gerardo movió el cartucho con toda la intención de sacar a
Roberto de sus casillas.
— Sí, con un libro interesante allí que me recomendaron.
Y unos chocolates para pasar esta depresión...
— ¿Cómo así?
— Gerardo, van a botarme. Cada vez que se acerca la
reunión mensual de ejecutivos comienzo a sentir problemas de
concentración, fatiga... la energía se me acaba. Ya no quiero ir ni
al gimnasio; no sé, siento que no pertenezco a ese lugar. Estoy
teniendo problemas para dormir…
— Bueno, Roberto, todo esto está demasiado raro... ¿Te
pasa algo?
— No sé, no sé; estoy confundido!
— Roberto, los hombres no nos confundimos: nos estresamos,
nos hartamos o nos emputamos. ¡Pero no estamos confundidos,
por tu madre!
— Gerardo, si yo supiera qué es lo que pasa no andaría en
esta vaina. Estoy a punto de ir a un psicólogo.
— ¡Wow!... ¿tanto así? Bueno hermano, haz lo que tengas
que hacer…, pero por favor, no leas Glamour!
— Muy gracioso. Ahí nos vemos; me saludas a Eva.


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— ¡Estoy realmente preocupado por Roberto! Podrías creerme
que me lo encontré a la salida de la farmacia con una Glamour
en la mano… ¡Por si fuera poco, llevaba ese libro, Los hombres
son de Marte, las Mujeres son de Venus! Desde hace como seis
meses tiene estos increíbles bajones de humor… ¡El pobre está a
punto de perder el empleo! — Eva, no te rías.
Arrebatada, ésta veía que su plan había ido mucho más allá
de sus expectativas. Era como si le cosquillearan en las plantas de
los pies con una pluma de ganso.
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— Debe ser muy divertido no tener corazón! — le dijo
Gerardo, sin poder aguantarse la risa él tampoco.
— En serio, mi vida: te juro que se parece a ti, justo antes
de que...bueno, tú sabes.
— ¿A qué te refieres? — dijo Eva poniéndose seria de golpe.
— Bueno, antes de que te llegue tu cosa...
— ¿Qué cosa?
— Mira, cambiemos de tema ¿sí?
— Vaya, todo un profesional no sabe llamar una simple cosa
por su nombre. Supongo que te refieres a mi período ¿no?
— ¡Tenías que decirlo, iughhh!
— Crece un poco, por favor!
— Bueno, linda; ¿no nos vamos a pelear por esta tontería,
no?
— No, la verdad, no.
— ¿Qué se te ocurre que podemos hacer por Roberto?
— ¿Podemos? Eso me suena a pueblo, mi cielo.
— Oye, él es tu amigo también ¿Ya no te acuerdas del día
que te arregló la boleta?
— ¿Ahora me vas a sacar los papeles en cara?
— No, pero es que eres tan insensible…!
— ¿Insensible yo? ¿Y qué me dices de todas las insensibilidades
de que Roberto tiene conmigo y con todas las mujeres del
mundo?
Gerardo se le quedó mirando con un aire de sospecha:
— Si no fuera porque esto es demasiado raro Eva, te preguntaría
si tienes algo que ver con la crisis emocional de Roberto.
Mañana tiene una cita con el psicólogo.

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Poco a poco, la compañía de Roberto se convirtió en un
fardo para sus más allegados.
Todos extrañaban al que antes era y sus comentarios fuera
de lugar. Ni siquiera Gerardo lo soportaba. Hacían falta las salidas

de Roberto. Su humor insano en las conversaciones. Era como
si al grupo le faltara el alma. Hasta Eva extrañaba las peleas con
Gerardo por haber apoyado una patanería del otro. Como ya no se
sentía herida, Gerardo tampoco tenía razones para consolarla. Ya
no tenían cabida las espectaculares reconciliaciones.
Roberto se había aislado totalmente del mundo. Era muy
infeliz; se le notaba en la cara, en los gestos, en el caminar. En
la inesperada sensibilidad por las artes y las buenas causas, en su
llanto en el cine. Lo que quedaba de él era una sombra de pena.
Una tarde, después del trabajo, Gerardo pasó por el apartamento
de Eva.
— Hola, linda — le dijo al verla descalza, con unos shorts
y una desgastada camiseta de Hard Rock Café Barcelona con las
mangas recortadas.
Ella lo tomó por la corbata y lo atrajo hasta su cara para
darle un gran y ruidoso beso.
— ¿Cómo te fue hoy, guapo?
— Eh, normal…. Oye ¿sabes quién se murió?
— Nop. ¿Quién? Dijo Eva sin mucha alarma. Gerardo lo
había mencionado como quien dice que se murió algún artista.
— ¿Te acuerdas de la señora que le limpiaba el apartamento
a Roberto?
— Doña Agustina ...!!! — gritó ella, sin poder ocultar su
asombro.
— ¡Esa misma!
— ¡Cómo no la voy a conocer! Oye, y ¿qué le pasó? ¿Cómo
fue? — su tono de preocupación le extrañó un poco a Gerardo.
— ¿Estás bien, mi vida? No sabía que eras tan cercana a esa
señora. Si me dicen que te ibas a poner así, te hubiera preparado
para darte la noticia.
— Pero ¿qué le pudo haber pasado a esa mujer? Tiene que
haber tenido la vida más aburrida del mundo.
— Pues parece que fue un accidente bien raro — dijo él,
soltándose el nudo de la corbata, de aquella manera que a Eva le
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cortaba la respiración. — Pues, si… mira que hasta risa da. Parece
que la pobre estaba durmiendo una siesta por allá por su casa, debajo
de un árbol de guanábanas maduras, cuando una enorme le cayó
en la cabeza y la dejó inconsciente. Parece que el golpe no fue lo
que la mató, si no una mezcla entre asfixia por pulpa de guanábana
y un ataque de talingos asesinos que querían comerse la fruta. Es
una vaina de lo más macabra y cómica al mismo tiempo.
— O sea — dijo Eva usando aquella muletilla que Gerardo
detestaba y entre muerta de la risa y triste al mismo tiempo. — ¡Me
estás tomando el tiempo!
—Te lo juro, mi amor, no es cuento... Parece que estaba
sola con sus nietecitos pequeños, que no pudieron hacer nada por
ayudarla. Cuando llegó la gente grande de la casa, ya la pobre
Agustina estaba en las últimas.
Eva no sabía si reír o llorar. “¡Pobre Agustina!” se dijo a sí
misma.
Su plan estaba destruido. Muerta su cómplice por la mano
del destino, ella no tenía manera de seguir adelante. Quizás ahora le
tocaría a ella pagar por sus actos de maldad… acaso con una muerte
peor que la de Agustina, quien sólo había sido un instrumento para
su venganza.
— ¿Y qué puede decir el acta de defunción de esa pobre
mujer? ¿Cuál es la causa de la muerte?
—No sé. Me imagino que trauma, asfixia y muerte a picotazos.
¡Yo que voy a saber de eso, linda! Yo de forense no tengo nada.
—Muy gracioso, Gerardo. — dijo Ella mientras tomaba el
control remoto del televisor.

Los días pasaban y Eva no se atrevía ni a preguntar por
Roberto, temiendo que alguien pudiera vincularla a su extrañísimo
achaque, pero las noticias fueron llegándole solas.
Poco a poco, el chauvinista fue recuperando el control de
sus emociones y de su vida, hasta volver a ser el que era antes del
tratamiento al que Eva lo había sometido. No pasó como en los
cuentos de hadas, en los que algo sobrenatural transforma a los
seres. Roberto no aprendió de la lección ni se volvió respetuoso.

Tiempo después Eva y Gerardo dejaron de ser pareja. Eva
salió de aquel mundo en el que Roberto ocupaba un puesto muy
importante. Una tarde en que caminaba por el circuito del Parque
Metropolitano, como hacía siempre que tenía tiempo y sentía que
le faltaban fuerzas para seguir adelante sola, se encontró con Roberto.
El mismo a quien un par de años antes se había dado a la
tarea de atormentar.
— Hey, guapa, ¿cómo va todo?, tiempo de no saber de ti.
— Nada, pues, Roberto; aquí, tú sabes, en la lucha.
— ¿Qué me cuentas Eva? ya no se te ve por ningún lado.
— Ningún lado en el que me pueda encontrar con alguno
de ustedes.
— Pero, Eva ¿por qué dices eso?
— Todos nosotros te queremos mucho!... Hey, si tú y Gerardo
ya no andan, eso no es problema de nosotros. ¡Éramos un grupo!
— Eramos, tú lo has dicho. Tendría que ser una masoquista
para seguir parqueando con los amigos de un novio al que todavía
no puedo superar.
— Hey, para que veas que no hay hard feelings, te invito
un trago esta noche. Anda, refréscate, y paso por ti en una hora.
Eva se sintió sin opción, y la verdad no tenía muchas ganas
de oponerse. Para su sorpresa, la pasó muy bien con aquel tipo
que había llegado a detestar con todas sus fuerzas. Al despedirse,
Roberto la atrajo hacia si y le plantó un beso en la boca a Eva, de
esos que son buenos simplemente por que no se están esperando.
Cuando se separó de ella, que tenía los ojos entrecerrados y los
labios enrojecidos, le susurró al oído “no está mal para un hombre
que odia a las mujeres, ¿verdad?”.
— ¿A qué te refieres?
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— Vamos, Eva! ¿Qué tan inocente crees que soy? ¿O es
que acaso crees que no cometiste ningún error y tu crimen iba a
pasar inadvertido?
— ¿De qué hablas?
— Yo sé todo, Eva. Y créeme que si hasta ahora no he
hecho nada no es por falta de pruebas. En cuanto tú y Gerardo terminaron,
las últimas piezas cayeron en su lugar. En las borracheras
que se pegó después de aquella ruptura, salieron a relucir todos tus
trapos sucios, entre ellos, el tiempo que invertiste analizando mi
“aversión” por el sexo femenino. No te esfuerces por negarlo. Te
he dicho que tengo todas las pruebas que te acusan. Agustina dejó
miles de cajitas y empaques de pastillas que obviamente no eran para
ella. Costosísimos tratamientos hormonales que no se podían pagar
con la miserableza que yo le pagaba. — Te voy a evitar la molestia
de tener que contarme tu plan y su ejecución. Yo mismo lo haré.

Mientras Roberto hacía su exposición con increíble exactitud,
Eva lo miraba tratando de disimular el frío que le corría por la
espalda y la adrenalina que se le derramaba por el cuerpo. No podía
decidir si quedarse sentada o salir corriendo de la Nissan Pathfinder
de Roberto. Este parecía furioso y, al mismo tiempo divertido.
Tenía la sartén por el mango. Era el único que sabía todo lo que
había que saber en ese momento. Eva tenía dos opciones. Negarlo
hasta morir. O hacerse la malita y confesarlo. Simplemente sonrió
y dijo: — “No está mal — se refería al beso de sopetón, — pero
podría mejorar”.

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