miércoles, 29 de septiembre de 2010

Demasiada imaginación

Y el verbo se hizo carne…y habitó entre nosotros.
Y el Señor dijo: Hágase la paranoia.
Y Anaika fue concebida…

Anaika repasaba sus anotaciones una y otra vez. ¿Podría algo así ser posible? Los registros de propiedades de sus archivos señalaban con claridad cuándo, cómo y dónde se habían creado y modificado sus historias. Enero de 2002. Julio de 2006. Marzo de 2009. Todas ficciones suyas. Todas realidades cumplidas con una asombrosa aproximación a la realidad. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué le estaba pasando? Demasiado trabajo, pocos amigos, falta de sexo y exceso de café no eran una combinación propicia para la cordura. Encendió la computadora para seguir con su escrito, pues su fecha de entrega se acercaba y su pieza de ficción debía estar lista para el periódico:

Era miércoles 18 de noviembre. Un ruido monótono comenzó a sonar con insistencia en todas las casas, en el medio de la madrugada. La gente intentó apagar las alarmas y al ratito ellas se volvieron a encender, como si supieran que nadie se va a levantar al primer llamado. Uno las apaga dos y tres veces hasta que los enormes números digitales de color rojo, no dejan más opción que correr a bañarse. Al rato el sol salió, la gente se levantó de una vez por todas y se fue a trabajar. Algunos padres se despidieron de sus hijos, pero la verdad es que, como siempre, no había mucho tiempo. No había tiempo para desayunar, ni para darle un beso a nadie. No había tiempo para preguntarle a la chiquilla quién le había dado permiso de cogerle tanta basta a la falda. No hubo tiempo de decirle a Miguelito nada sobre su arete en la oreja, ni a la esposa que el vestido le quedaba muy bonito. Natalia sólo tuvo algo de tiempo para hacer café, prender el televisor, ver el clima, saber que Michael Jackson, en efecto había muerto y salir corriendo de la casa desordenada y el maquillaje a medio poner.


No tenía de quién despedirse.


Ese día la ciudad se veía gris y azul a través de los cristales de los altos y vigilantes edificios. Empezó a caer una humilde lluvia. La humedad exterior y el frío implacable en el interior de las oficinas empañaban los cristales, dando a las imágenes de la calle, la tonalidad lechosa de los sueños.


Diminutas gotas de agua se escurrían como lágrimas ácidas por las ventanas de las torres bancarias y desde los pisos más altos, los carros parecían de juguete, y la gente soldaditos de plástico alineándose para alguna batalla, de alguna guerra, en algún sitio.


Era aún muy temprano y la gente en las calles todavía no estaba del todo despierta. Pero los billeteros que habían salido tempranito a las aceras de los comercios que estaban frente a la bahía pudieron presenciar en primera fila lo que sucedía mar adentro. Los árboles comenzaron a vibrar como si estuviesen asustados y de ellos salieron volando miles de pájaros que no estaban preparados para un cambio de clima repentino. Las palmeras se balanceaban, doblaban y sacudían, tratando de encarar el mal tiempo.


La mayoría de los empleados del área financiera de la ciudad no tiene estacionamientos bajo techo. Se estacionan día a día a varias cuadras de sus lugares de destino, desafiando líneas amarillas, hidrantes y zonas prohibidas. Natalia, se pasaba el día entre plegarias, rogando que las grúas del Municipio no pasaran cerca de su auto. Todo por ser parte de la corporación.


La lluvia se estaba volviendo un asunto serio. Se habían empezado ya a formar charcos en las calles y las gentes en corbatas y tacones los evitaban saltando y colocando carteras, portafolios, maletines y loncheras sobre sus cabezas. Cuando el aire seco y frío de las oficinas hace contacto con los zapatos mojados de la gente se produce una molesta sensación de humedad helada, que probablemente dure todo el día.


Con el maquillaje arruinado por el mal tiempo, sin suficiente lugar entre sus manos para acomodar el paraguas, el periódico, la cartera y el portafolio, Natalia se aventuró a caminar hacia su oficina, a ver si le quedaba tiempo de corregir lo que podía. Siempre tenía que lucir al mejor nivel de sus posibilidades, aun cuando el sueldo a veces no alcanzara para cubrir los gastos que acarrea reflejar una estampa glamorosa en todo momento. Al llegar a la oficina, simplemente tendría que rectificar todo el maquillaje de nuevo e intercambiar saludos diarios e historias intrascendentes.


La oficina era una mezcla de perfumes. De Chanel No 5, pasando por Jean Naté y terminando en Pachulí, como recomendaba el call center de Walter Mercado en su línea caliente para conseguir el amor y el dinero. En el ambiente se escuchaba ese zumbido sin sonido de las computadoras. Detrás de los monitores las caras eran un poco del tono azul de las pantallas.


A escasas calles de los edificios de oficinas que se elevaban sobre la silueta irregular del área financiera, el viento empezaba a golpear cada vez con más intensidad las rocas de la bahía y las paredes de cemento que contienen el relleno que la ciudad cree haberle ganado al mar.


La gente en las calles comenzó a reaccionar a la inminencia de la inesperada tempestad. Los muchachos que venden periódicos bajo los semáforos buscaron refugio con caras de tristeza y frustración. Los vendedores de desayunos pedalearon con todas sus fuerzas en las bicicletas para proteger su carga de empanadas y hojaldras envueltas en bolsas de papel manila con manchas de grasa circulares. No hay muchas ventas cuando llueve y cuando hace sol tampoco se gana bien.


Alegres estudiantes corrían por las calles con las camisas blancas y celestes pegadas a sus pieles, tratando de competir por agarrar un puesto en el Diablo Rojo de la ruta Vía España- Torrijos Carter-Mañanitas. Parece que sería otro día sin ir a clases. Para variar.


A la oficina seguían llegando trabajadores que ya casi no estaban en condiciones de atender al público. De algunos cubículos salía el ruido de la estática de los pequeños radios que no conseguían sintonizar ninguna emisora.


Ya las nubes habían ennegrecido el cielo totalmente. Desde los edificios sólo se veía una masa amorfa de siluetas grises interrumpidas por las luces de los carros que las encienden cuando las condiciones atmosféricas así lo exigen. Abajo las calles están tan inundadas que el tráfico casi no se mueve. Los carros bajos ya debían tener los frenos mojados, así que había que ir con mucho cuidado. Seguramente los conductores ya no podían ver claramente a dos metros más allá del frente. Aquéllos que no tenían aire acondicionado frotaban las ventanas furiosamente desde el interior con las mangas de su camisa o con las palmas de sus manos, pues es imposible ver a través de vidrios empañados. A través de los huecos de visión se ven las caras de impotencia de gente que tiene que ir a alguna parte, pero que evidentemente no llegará, al menos no a tiempo.


La gente comenzó a asustarse un poco. La tormenta se salió de proporciones. Por alguna razón las comunicaciones eran imposibles desde cualquier punto de la ciudad. El sistema interno de las oficinas fue cancelado por razones de seguridad, los administradores no deseaban que una tormenta eléctrica arruinara las redes. Las líneas telefónicas y los teléfonos celulares estaban muertos. Las plantas de electricidad de emergencia estaban en fase de alerta.


En medio del océano urbano, saltaban felices ratas más grandes que perros chihuahua y flotaban toneladas de basura, sí esa misma que llevaban 15 días sin recoger porque el gobierno municipal había tenido otras prioridades durante los últimos 15 años. Pampers, cajas de zapatos, latas de cerveza, manchas de aceites sobresaturados que nadie se dignó de verter dentro de un frasquito y decidió tirar tal cual a la basura…

Más allá de los edificios virtualmente cercados por pesadas cortinas de agua daba la impresión de haber anochecido nuevamente.

Algunos juraban sentir que el piso estaba vibrando a sus pies. Las señoras se lamentaban, nerviosas de no poder llamar a las empleadas en casa para darles instrucciones sobre cómo cuidar las planchas, aspiradoras, televisores y hornos de microondas de las posibles descargas eléctricas o los eventuales apagones. “¡Todo sería más fácil si me quedara en casa a cuidar a mis hijos!”, pensaba alguna Vicepresidenta Ejecutiva.


Parecía como si alguien en el cielo estuviera vaciando cubetazos de agua sobre la tierra con algún propósito misterioso.

Anaika detuvo su tecleo. Las gruesas gotas de lluvia apedreaban su habitación en Londres desde haría unos cinco minutos. Nada raro, siempre llueve en Londres. El cuento le estaba saliendo malísimo, no pegaba una. Y se iba a poner peor aún. Sabía que en las próximas líneas sumiría a la ciudad de Panamá en un sitio mítico, borrado de las coordenadas del planeta por causa de un meteorito. Había planeado el desarrollo del cuento en su mente desde hacía un tiempo ya. Lo tenía todo calculado al mínimo detalle. No sería un final hollywoodense, de eso estaba segura. Ningún héroe con cara de G.I. Joe vendría al rescate de la ciudad en una astronave a prueba de balas. Pero en el momento en el que se arrepintió de completar su historia, mientras mandaba aquel archivo de Word a la papelera, en donde lo condenaría al olvido eterno junto a todas aquellas payasadas que escribía, aquella bola de fuego que estaba a punto de impactar el Océano Pacífico, comenzó a deshacerse tan repentinamente como se había manifestado. Y los radares del Canal de Panamá salieron del estado de alerta.

1 comentario:

  1. ME LLAMA LA ATENCION EL NOMBRE DE LA PROTAGONISTA DE LA HISTORIA YA QUE ES MI NOMBRE Y ESCRITO EXACTAMENTE IGUAL!!!!!!!!(ANAIKA) ES UN NOMBRE POCO COMUN...........

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