martes, 28 de septiembre de 2010

La negación del trópico

Me la había pasado sola y aburrida ese domingo. Era de esperarse. Era el día del Censo Nacional y el decreto decía, que nadie que no hubiera sido censado, podía salir de su casa, so pena de que fuera conducido a sabe Dios qué lugar. No tuve más alternativa que quedarme todo el día metida en el Facebook y mirando hacia la calle en espera de los famosos funcionarios eventuales que se encargan de estos menesteres. No es mi costumbre ponerme a limpiar cuando no tengo nada que hacer. Por las noticias, me pude dar cuenta que yo no era la única olvidada del censo. Pero ni modo, la patria reclamaba mi testimonio vital. Al fin tocaron el timbre como a eso de las 4 de la tarde. Ya tenía hambre y se me había acabado mi fiel caja de Cheerios. Esa mañana tuve que echarle agua a la leche para completar la porción. La amable viejecita se demoró unos 7 minutos en subir las escaleras hasta mi piso. No sé si he mencionado que no tengo elevador. Yo estaba llena de motivos y lista para darle mi aporte a la nación. Nos sentamos en la mesa del comedor y comenzó el interrogatorio. La verdad es que eran un millón de preguntas y la viejita se veía algo cansada, pero estaba dispuestísima a preguntar, cuestionar e inquirir, hasta las últimas consecuencias. Me preguntó si tenía novio. Yo, extrañada, le contesté que si esa pregunta estaba en el cuestionario. Ella se rió picarescamente y me dijo que no, pero que igual le daba curiosidad saberlo. Me preguntó que si tenía máquina de coser, cosa que me dio un poco de risa, pues yo no pego ni botones. Para eso le pago cinco dólares a la modista. Me preguntó si me había ganado algún premio últimamente y yo en mi mente me pregunté si contaba el día en el Spa que me había ganado hacía tres noches en el Karaoke de la oficina. Me preguntó si había criado a algún indígena de la comarca. Si había buscado trabajo en el último mes. Cuánto ganaba. Si tenía dificultades de aprendizaje. Cuando llegaba ya casi al final del cuestionario, me lanzó la pregunta más esperada del censo. La cual hasta ese momento no había decidido cómo contestar: “Joven, ¿se considera usted afrodescendiente? Tragué corto, traté de ordenar mis ideas. Y comencé mi monólogo. “Pasaron 35 años para que me atreva a confesar, lo que cualquiera puede ver a simple vista: no tengo el cabello lacio. Basta con ver a mis padres y abuelos. Era genéticamente imposible. Pero me consuela (mal de muchos) saber que no soy la única: mi generación está plagada de mujeres que optaron por los cánones del cabello lacio y que hasta la fecha hacemos y gastamos lo indecible por obtener la tan deseada desaparición de las ondas, ya sean pronunciadas o leves, en nuestros cabellos.” Me detuve para ofrecerle un cafecito, a lo que ella contestó un sí rotundo, con ojitos de ilusión. Mientras estaba en la cocina, seguí con mi perorata: “Recuerdo la primera vez que recurrí al entonces milagroso alisset. Aquella dolorosa lucha la emprendí a mis tiernos 12 años, con sus consecuentes sufrimientos: dormir con rollos, cuidar las raíces, afrontar los daños del químico en mi infantil cabecita… todo a cambio de un lacio bastante razonable, en comparación con mi tebujo perenne. Con tantos cuidados, es obvio que ciertas actividades fueron perdiendo protagonismo en mi vida, pues con ellas arriesgaba lo que tanto me costaba conseguir. Esto incluía la práctica de deportes, los baños en ríos, piscinas y las idas a la playa. Cualquier insinuación de lluvia era una catástrofe para mí. Me perdí de tantas cosas, pero como dicen por ahí, “antes muerta que desprestigiada”.


¿Cuántas cucharaditas de azúcar?, grité, a lo que ella contesto que “dos, gracias, mijita”. Antes de perder el hilo, continué donde había quedado. “Con el tiempo por alguna razón alguien decidió que el alisset se llamaría texturizado. Las chicas nos ofendíamos sobremanera si alguien insinuaba que nos alisábamos el cabello. Aquello era un delicado proceso de cambio de textura. A las cosas por su nombre.” Parecía que la doñita estaba de acuerdo, y si no lo estaba, pues lo fingía bastante bien.

“Mi mamá me cuenta que en su tiempo era un poco peor: las muchachas, que de hecho ya habían vivido mucho tiempo sin el fantástico invento del enjuague o rinse, se planchaban el pelo, en el sentido literal de la palabra, pues se usaba una plancha algo caliente y se extendían aquellas melenas sobre la tabla de planchar para acabar con la churrusquería. Inverosímil.”

El café estaba muy caliente, y me quemé el cielo de la boca. Lo revolví con una cucharita de plata regalo de mi abuela.

“Dormí seteada (con rollos que parecían alcantarillas) y utilizando cuanta pomada prometiera la tan deseada suavidad, como hasta eso de los 18 años, cuando me fui a estudiar a ciudad de Panamá. Allí descubrí las maravillas del blower. Era algo que podía hacer sola, con cierto grado de éxito. Mis humildes ingresos estudiantiles no me permitían más. Casi no puedo recordar alguna ocasión en la que me dejara secar el cabello en su estado natural. Eso sí, cada vez que las raíces crecían, había que ir a aplicar el “texturizado” de rigor, pues obviamente el cabello sigue creciendo tal y como Dios lo pensó cuando distribuyó nuestras características fenotípicas.”

La señora comenzó a impacientarse de verdad. Se rascaba la cabeza y ponía los ojos en blanco. Me corrí un chance más:

“Así pasó el tiempo hasta que pude encarar el precio de al menos un blower profesional semanal, el cual costaba alrededor de diez dólares. Luego se me antojó que me había cansado de hacerme texturizado (o relajante, como también le decíamos) y decidí tomar el riesgo de que el cabello creciera sin tratamiento químico, pero siempre bajo el calor de la pistola de aire.

No fue sino hasta hace unos cuatro años que conseguí que el último vestigio de alisset-texturizado-relajante abandonara totalmente mi sistema capilar. Bueno tanto como totalmente no, siempre me ponía un poquito en el marco de la cara, para borrar cualquier vestigio de onda.

Fue entonces cuando, un poco tarde si se quiere, descubrí lo que me hubiera encantado saber desde el día que decidí alisarme el cabello a los 12 años: un secado hecho por estilistas dominicanas. Esta es la etapa que vivo actualmente. Y no puedo negar que soy muy feliz. La realidad es que nadie seca el cabello como las dominicanas. No me pregunten si es una cosa como el fútbol en los brasileños, porque no sabría explicarles. Lo cierto es que parece que todas fueran a la Universidad de Secado de Cabello, y tomado una maestría en Extra Lacio. Ahora que conozco esta experiencia ya no me sacrifico tanto. Todo hubiera sido más sencillo y más barato si me hubiera inclinado por mis rizos naturales (suspiro). Pero qué va, no tengo el valor (y francamente, tampoco las ganas).

Ahora hago una cita religiosa cada semana. Sé que en el salón, Maritza me estará esperando para darme un boleto para “mi viaje a San Blas”, como cariñosamente se le dice al blower en el argot de las negadoras del trópico. De este “viaje” estoy segura volveré lacia y feliz.”

La señora del censo me miró con extrañeza, no muy segura de haber entendido lo que yo le acababa de decir. Con la amabilidad que la había caracterizado durante toda la entrevista, me volvió a preguntar: “Pero ¿se considera usted afrodescendiente o no?”

Desde la pared la foto de mi abuela me sonreía con picardía y tras la belleza de sus arrugas y sus ensortijados cabellos naturales, como diciendo: “Lo que se hereda no se hurta, mi princesa”

Y yo le contesté con un suspiro de resignación y algo cansada: “¿Sabe una cosa doñita? Ponga lo que dé la gana”.

1 comentario:

  1. Hola excompañera: iniciaré mis comentarios aleatoriamente, ya que a pesar de leerme tu libro en orden, siento que puedes leerlo en el orden que tu espíritu lo indique...de este cuento aprendí lo del término: "mi viaje a San Blas"...

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