miércoles, 29 de septiembre de 2010

Como no era en un principio

—No te vayas. No por favor. Mira esto que soy. No te vayas.
Descalza, sentada en los escalones de la entrada. Con una camiseta muy grande y muy lavada. En la casa que era de los dos. Hacía un frío seco y el sol brillaba sin necesidad.
—No te vayas.
Pero él ya no la escuchaba y ella no tenía ya fuerzas para hacerse escuchar.

La gaveta con su olor a alcanfor y jabón de Castilla. Sus libros sus CD, sus DVD sobre los mejores goles de la selección Argentina. Su vida. No era un mal sueño. Estaba pasando. Y le estaba pasando a ella.
El click-click de los seguros de la maleta se deshacía entre las inspiraciones de Johanna. Así suena el final del amor.
Todo había sido tan rápido. La decisión. Los ruegos. Y se le derramaba otra lágrima. Y se sentía con los ojos cansados.
“Recuerdas cuando me cantabas con tu guitarra... Dust in the wind... yo creí que sería para siempre...eras lo que yo necesitaba. Y te me estás acabando. Tu sonrisa linda…”

No se estaban tirando los platos. No se estaban insultando. Tanta civilización le producía náuseas. O al menos eso creía ella.
Él había sido lo suficientemente hombre para decírselo a la cara y sin mensajero. Nada lo haría cambiar su decisión. Así se deciden las vidas de la gente. En un momento pasajero.

--...No voy a poder seguir adelante sola... ¿A dónde iré sin recordarte? Déjame abrazarte de nuevo...

Ya había agotado todo lo que se sabía. Lágrimas, resignación, indiferencia. No había nada que pudiera hacer. Todos buscamos el amor y al encontrarlo o pensar que lo encontramos no nos queda otra que dejarlo pasar o hacer lo que sea para retenerlo. Y Johanna había vuelto a confiar y a soñar y a dejarse querer. Y otra vez se había fundido en él. Y ahora él estaba empacando sus pocas cosas. No le iba a dejar nada, aunque ella se quedara con todo. Y no iba a volver. Eso era un hecho.

Quieres morir a la realidad de los hombres como si fuera despreciable todo lo que no es divino y tu testamento para mi es este corazón desgarrado. Mírame y piénsalo de nuevo.
No hubo frases hechas, ni excusas patéticas. Si hubiera sido otra mujer. Hasta si hubiera sido un hombre. Hijos ilegítimos o una esposa oculta. Quizás ella lo habría aceptado mejor. Quizás habría luchado. Ojalá y hubiera tenido algún motivo para detenerlo. O hubiera sabido en ese momento que lo tenía. Si él hubiera hecho algo por lo cual odiarlo quizás sería más fácil dejarlo ir. Pero era un hombre bueno. No perfecto, pero bueno.

El primer beso. La primera película que vieron juntos. Los proyectos y los sueños. Todo lo que hice por apartarte de la novia aquélla que te sumió en la depresión. El viaje a la playa. El jardín de las delicias. El río Arno en primavera. Tus e-mails firmados con un pseudónimo. La botella de vino barato un domingo en la noche.

—Tan sólo escúchame. Te lo ruego. No te vayas. Mira lo que has hecho de mí.

Hace siete años ya que Marcos entró al seminario. Jamás lo supo.  Hoy es su ordenación. Y mientras él se postra con reverencia, con la frente sobre el frío mármol de la Basílica de Laroche, recibiendo los santos óleos de manos del Obispo, Johanna está sentada en los escalones de su puerta mirando hacia la nada, pensando que en algún lugar, un pequeño niño, de ojos felices como los de Marcos, nunca recordará los besos que sus verdaderos padres no le dieron.

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