lunes, 14 de noviembre de 2011

La luna sale para todos

“Ya estoy harta de que estés metida en mi vida. Mirando cada paso y cada miseria. Con esa misma cara todos los meses. Me haces hacer cosas que no quiero hacer. Y luego sonríes con ironía ante mis vergüenzas y mis crímenes.”



Le dolía cada centímetro del cuerpo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de ira. De desilusión. De rencor. El tibio líquido recorría sus labios y sus manos. No se perdonaba a sí misma. Odiaba aquello que era. Ese es el peor rencor que se puede guardar. Si se estaba quieta podría oír las voces de su cabeza. Más que voces, lamentos y llanto. Los gemidos de su corazón estropeado. Los estremecedores gritos de los inocentes suplicando misericordia.

“¿Será que no soy nadie sino lo que se te da la gana? Un día puedo tocar el cielo y luego no puedo ni mover las manos. Estoy muy harta, muy cansada.”

Pero aunque ella no lo creyera posible, los remordimientos sí existen. La persiguen en forma de pesadillas verdes que no son tan horribles si se les presta atención. Imágenes que no tienen tiempo ni forma, solo constantes gritos y penas. El reloj no cesa. Las imágenes se cuelan bajo la cama por las orillas de la noche y la noche ya no es tan dulce. Al día siguiente no recuerda nada, pero sabe que fueron pesadillas verdes porque siente el cuello tenso, nudos en la espalda y los ojos tristes. Y aquel sabor metálico en la boca. Como el que deja un filete poco hecho. Y ella sabe que poco a poco, a pesar de que detesta esa sensación, podría terminar disfrutándola.

“Lo he dejado todo por ti, sin desear nada de lo que me das. Sin necesitarte. ¿Recuerdas a ese novio bueno y tranquilo que me llevaba serenata y me hacía masajes en los pies? Ya no está. No quedó ni rastro de él. ¿Y mi amiga que dejó que su cachorrito devorara mis botas de cuero legítimo? No la he vuelto a ver ni a ella ni al animal. ¿Y qué me dices del trabajo perfecto con el que siempre soñé? Por un error de cálculo, hoy lo tiene la vieja aquélla que siempre me hizo la vida imposible. Y el insoportable guardia de seguridad del edificio que siempre andaba metiéndose en mi vida. Bueno al menos ése se lo buscó.”

Se sentía como un perro al que le hubieran tirado piedras para sacarlo del patio ajeno. La cabeza le dolía como le duele a quien duerme con un ladrillo haciendo las veces de almohada. Para Julia cada día de aquéllos era como un nacimiento y cada noche como una pequeña muerte. Y en el medio, una ráfaga de instintos primarios y salvajes que la impulsan a la supervivencia al precio que haya que pagar.

“No mires hacia otro lado, no me ignores. Todo lo que soy es por culpa tuya. Sí, sí. No voy a negar que hay momentos en que me pertenezco… pero son tan pocos. Bien lo sabes. Y justo cuando creo que estoy caminando con mi propia brújula vuelves a meterte en todos los rincones donde nadie te ha llamado. Soy una esclava del calendario.

Ya has hecho que todos los que amo se hayan ido de mi lado. Temo verme al espejo y temo verte. Y aunque no te vea, me manejas. Moviendo los hilos que deciden los pasos del títere en el que me he convertido. ¿Qué era antes de ser esto que soy? ¿Quién sería sin tu maligna influencia?

Pero el “si hubiera” no existe. Soy lo que soy. Este monstruo desalmado. La verdad es que ya no hay diferencia, ya no importa. Hay quienes sufren de adicciones, de malos amores, de pasados desgraciados, de caricias negadas. Pero yo te padezco a ti. Sufro de ti.”

Giró su cabeza confundida hacia un lado y hacia el otro. No había agua qué beber, ni verdad que entender, ni vida por disfrutar. Si volvía a gritar nadie la escucharía. Desde su pozo negro y lejano. Desde su ser cansado y jadeante. De su piel tan dolida. Desde su alma sola. Si escuchaba con atención podría percibir el perezoso bombeo de la sangre por su corazón.

Julia se lamió las pequeñas heridas de lo que había sido una lucha desigual y muy injusta. El pobre muchacho no había tenido oportunidad, nunca tuvo ni idea de lo que se le venía encima. Su sentencia de muerte estuvo firmada desde el momento en que se le había ocurrido la genial idea de pagarle un trago a la chica de cabellos negros y ojos tristes, que estaba sola en la barra de Sahara. Sólo era un trago y una chica entre las tantas de las que se encontraban allí. Él la había abordado con una línea muy usada. Le había dicho que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había atrevido a hablarle a una desconocida. Sin saber lo que ella sentía en su interior, hubo una química instantánea basada en el hecho de que ambos se consideraban, desde sus respectivos puntos de vista, como víctimas del juego de una fuerza superior. Pero, vale la pena aclarar, que el pobre diablo, casi no sufrió. Jamás pudo imaginar lo que se le venía encima. Habían entrado a su auto para ir a un lugar apartado y conocerse más a fondo. Él se armó de valor y la besó con uno de esos besos que no se deben dar cuando apenas se conoce a alguien. Para ella era un beso de despedida.

“Ruego, súplica u oración. Llámalo como quieras pero lárgate de mi vida, de mi espacio, de mi día a día. Dame una tregua, para que sea yo misma. Lo he perdido todo por tu culpa. Por tu culpa lo he tenido todo.

Luna: Sal más tarde o métete más temprano, pero déjame en paz.”

Julia sabe que no volverá a conocer a nadie como él, mientras que el muchacho definitivamente no conocerá a nadie como ella…ni a nadie más. El beso se vuelve animal. Ella está fuera de control. Él trata de hacerla detenerse un poco, los chicos también tienen sentimientos. Lo último que ve antes de cerrar los ojos para siempre, es a una extraña criatura que se abalanza sobre él hasta sacarlo del auto mientras atraviesa su torso arrancándole piel y huesos. Para Julia, todo es más abstracto y sucede en cámara lenta. Sin duda era una energía más poderosa que ella misma, la superaba y manejaba a su antojo. Lo que había aprendido a través de su vida no significaba nada en comparación con este poder.

Cuando todo terminó, Julia miró a la luna otra vez y vio cómo su propia sombra empezaba a transformarse. Tras un último aullido recuperó sus suaves formas de mujer. A sus pies, los restos de su última presa descansaban sobre un tibio charco de sangre.

El sol empezaba a salir y la luna a ocultarse, sorda al ultimátum.

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