miércoles, 7 de septiembre de 2011

A sangre tibia

Fue una extraña manera de morir. Algunos dicen que se murió de aburrimiento. Otros dicen que sus alumnos lo mataron de la desesperación al no hacerle el menor caso. No estaba tan viejo como para que simplemente le diagnosticaran muerte natural. No tenía más de 65 años. Pero no era una cosa que nos importara grandemente. Yo aún recuerdo el lluvioso medio día de abril en el que tuvimos que ir al entierro. En realidad el profesor Getty no era un tipo simpático y tenía cero carisma. Para ser sinceros nadie lo quería y a pocos les importaba si estaba o no estaba. No era un personaje que mereciera aquello de "nuestras aulas no serán lo mismo sin él" que en evidente tono shakesperiano declarara la directora, toda vestida de negro con un collar de perlas falsas y descascarilladas, en cuyo rostro no cabía ni un miligramo más de maquillaje cuarteado.


La verdad es que todo era como un gran show. Lleno de doble caras. Como todos los funerales. Detesto los funerales, de eso ya se deben haber dado cuenta. Pero por alguna razón me digné a ir a sus honras fúnebres.

El viejo profe Getty no practicaba ningún deporte. Jamás habría podido distinguir entre una cerveza nacional y una importada. No era sobresaliente, ni un trabajador incansable. No era un conversador entretenido, no era el alma de las fiestas. De hecho no le invitaban a muchas y jamás le habían hecho un homenaje. No le gustaban los niños, no tenía muchos amigos y no sabía bailar. No llamaba a su madre a menudo y no soportaba a las mascotas. No sonreía mucho y no le gustaba escuchar música con el volumen alto. Decía que no creía en Dios y no le llamaban la atención los hobbies. No era un fanático del cine, ni le apasionaban las artes. Le aburrían los periódicos, las noticias y la moda. No sabía que existían diferentes tipos de cuellos para diferentes tipos de corbatas. No le gustaba ver chicas en bikini. Le tenía miedo a las drogas y al cigarrillo. No le gustaban los platillos exóticos ni los artículos electrónicos. No sabía jugar póker, ni X-box, ni ajedrez. No tenía Blackberry. Odiaba las multitudes y le tenía terror a la soledad. No le preocupaban ni la bomba atómica, ni la guerra en Irak, ni el derretimiento de los polos, ni las especies en extinción. Le parecía que JLo era muy común y Angelina Jolie muy rara.

No le obsesionaba hacer dinero. La televisión le daba igual. La política le tenía sin cuidado. No le importaban ni los dinosaurios, ni los cohetes, ni los soldados. No le importaba la popularidad en lo absoluto. No opinaba sobre nada. No hacía experimentos científicos ni observaba la naturaleza. No le gustaban las fuerzas oscuras, ni el Internet. No dibujaba, ni tocaba ningún instrumento musical. La historia antigua le parecía remota y difusa. La ciencia ficción le parecía una pérdida de tiempo. No dormía demasiado, pero no sentía especial atracción por los amaneceres. No le gustaban los juguetes, ni las tiras cómicas, ni los videos. No le gustaba el hecho de que no le gustaba nada. No se gustaba a sí mismo. No era ni dejaba de ser. La existencia de la materia jamás estuvo peor justificada.

Parecía como si por un hechizo hubiese perdido toda capacidad para sentir pasiones. ¡Pobre de su esposa! ¡Pobres de sus hijos! ¡Pobres de sus estudiantes! ¡Pobre del Derecho Penal que tan injustamente moría en sus labios!

A veces pienso que este amorcillo fue por causa de que mi psiquis tenía que justificar de algún modo la cantidad de tiempo invertida en atender a sus clases y cumplir con sus proyectos carentes de sentido. Pero también estaba la “F”.

Un día muy bien planeado lo besé casi a la fuerza. Casi sintiéndome que estaba abusando de él. Casi con asco. Casi por accidente. Y fue allí cuando me di cuenta que no todo estaba muerto dentro de aquel tipo sin mayores atributos. Y fue allí cuando las cosas se le comenzaron a arreglar. Los laureles le reverdecieron—si es que alguna vez habían estado verdes.

Al hombre le nacieron las pasiones, le llovieron los amigos y hasta los perros lo seguían. El brillo en el fondo de sus ojos cuando yo estaba cerca era nuestro secreto. Un destello que solamente yo podía entender.

Pero vaya. Éramos otoño y primavera, más bien enero y diciembre en nuestro trópico. Ninguna vaina así podía durar demasiado. Debió haberlo sabido. Él siempre lo supo.

Al terminar el horrible rito funerario regresé al cementerio. Ya todos se habían ido. Esa tarde lluviosa yo era un bulto gris oculto entre los arbustos. Un poco con miedo. Al fin y al cabo dejarlo como lo hice yo, iba a causarle la muerte o bien física o bien cerebral. Jamás lo tomé muy en serio. Me acerqué a la tierra removida de la tumba. Fue algo siniestro, pero no mucho. Me acuclillé sobre el lodo…

“Entiéndame prof”, era la primera F de mi carrera. Y no iba ser un profesorcito de quinta el que me la iba a poner. Nadie le ponía una “F” a Fabio Lares y vivía para contarlo. Me iba a hacer repetir la materia al año siguiente. Ni que hubiera sido una clase magistral.”

Han pasado algunos años, pero no puedo negar que la tarde del entierro, tenía un poco de miedo de que los policías vinieran a por mí. Y seguí abrigando ese miedo por mucho tiempo. Pero bueno, Getty—o lo que queda de él—ya está bajo tierra. Nadie supo de lo nuestro y a mí nadie me anda buscando. Total, fingir ser maricón para robarle la razón de vivir a un pobre viejo pusilánime no está tipificado como delito. Creo que fue lo único que aprendí de él. Creo que fue lo único que le dejó a todos los pobres inocentes que no sólo tuvimos que tolerar sus clases, sino que también tuvimos que aguantarnos las notas antojadizas que nos inventó. Lo mínimo que un joven estudiante de Derecho podía saber de esa materia a esas alturas.

Pero la ley tiene sus fisuras. Yo sabía que sin mí se iba a morir. Y lo enamoré y lo abandoné para que se muriera. Premeditación, alevosía y ventaja. Es Derecho Penal elemental, el ingrediente necesario para la configuración del delito. En una palabra: dolo.



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