miércoles, 7 de septiembre de 2011

Mangos

Cualquiera que pase una noche de junio en la casa de mis padres, si tiene un sueño ligero o pesadillas poco interesantes y duerme con atención y no ronca y no espera; quizás pueda oír en el medio de la oscuridad, el golpe pastoso de los mangos estrellándose contra la tierra húmeda. Son decenas de ellos. Muchos más de los que mis padres o las enormes iguanas que pululan en los patios tropicales podrán llegar a comerse en toda su vida. Son perfectos para comer picados, con aderezo de pimienta negra, sal y vinagre, — como le gustan a mi pequeño Diego. Lo llamé así en honor del legendario “Pelusa”, aunque mi esposa lloró y pataleó de la rabia. Me da ternura verlo con la boca embarrada de fibras amarillas y jugo de mango goteándole por la quijada. “Abuelito me lo dio”, me dice sabiendo que esas palabras lo justificarán. Sus ojitos oscuros brillantes y su cabello bronceado participan del delicioso desastre.


Mientras mis hermanos y yo vivíamos en la capital, papá nos empacaba docenas de mangos verdes, que nosotros usábamos para organizar nuestras famosas chupatas de ron Carta Vieja y Coca-Cola amenizadas por brochetas de mango con ceviche de camarón. Cuando estábamos muy limpios bastaban los mangos con sal, pimienta y vinagre. Al que fallaba una pregunta de Derecho Romano, le tocaba un shot de Carta Vieja en strike. Esas eran nuestras reglas.

El árbol de mango estuvo allí desde siempre, pero las frutas no siempre fueron las de hoy. Antes casi no había mangos. Y si los había eran chiquititos y la mayoría de las veces cuando les metías el cuchillo, te encontrabas que por dentro tenían como una enfermedad negra, que al final acababa con la fruta. Siempre escuché que era una mosca que vivía como gusano dentro del mango y se lo comía justo cuando empezaba a madurarse.

Pero de repente, todo cambió. Hoy los mangos sobran. Todos sanos. Todo el año. Con sol o con lluvia. Imagínense que una vez comí tanto, pero tanto mango, que caí al suelo inconsciente. Al menos eso es lo que recuerdo.

No exagero. Del mismo árbol salen varias clases de mango que mis papás venden hasta al programa Compita, lo cual les reporta una ganancia como de 500 dólares al mes.

Rojos, verdes y amarillos. Mangos. Miren. Cuántos.

Pero, como ya les dije, no siempre fue así. Esta es la verdadera historia. Al menos así la recuerdo yo.

Todos hemos escuchado sobre las cosas sobrenaturales que pueden suceder en Viernes Santo. Si subes a un árbol, te conviertes en mono. Si vas a la playa, te sale cola de pescado. Si trabajas, algo puede salir mal. La mitad de los conjuros mágicos de las brujas urbanas, necesitan que el interesado los practique en el amanecer del Viernes Santo. Es el único día del año que no hay misa.

Para mí nunca ha dejado de revestirse con misterio, aparte de lo triste que es recordar todo lo que pasó con Nuestro Señor Jesucristo.

No recuerdo a quién le escuché por primera vez aquello de cómo “curar” a los árboles que no daban fruto en la madrugada del Viernes Santo. Supongo que se lo escuché a esa misma persona que dice todas las cosas que uno después no recuerda de dónde las escuchó. Tampoco recuerdo bien el momento en el que me enteré que mis papás planeaban cortar el árbol por inservible. “Sólo produce mangos podridos”, decía mi papá, con desilusión y tratando de justificar el futuro asesinato de mi árbol favorito.

Empecé a tramar mi plan. Para mí era importante. Realmente importante. Tenía como seis años. Recuerdo que tuve que esperar, porque la Semana Santa recién había pasado. Quizás allí tuve conciencia de todo lo que tiene que pasar para que transcurra un año. Me interesé en el calendario litúrgico y desarrollé una obsesión por la llegada de la primera luna llena de primavera. El momento en el que taparan los santos en la iglesia con esas telas moradas. Eso indicaría que la hora cero estaba cerca.

Ni mi cumpleaños, ni la llegada de la Navidad, ni de los Reyes Magos me emocionaron tanto. Y al fin llegó la Semana Santa y con ella la cuenta regresiva. Yo tenía una sola meta: salvar a nuestro árbol—y obviamente comerme los mangos.

Aquél Jueves Santo, me dormí temprano, después de haber visto “Las sandalias del Pescador”, “La traición de Dalila” y “Los Diez Mandamientos.” Tenía la ilusión de un niño en Nochebuena, pero sobre todo tenía fe. Una fe ciega. Solamente tenía que completar mi plan. Puse mi despertador para que sonara a las cinco de la mañana, cuando ya las “cascás” comenzaban a cantar, deslizándose sobre un cielo amoratado. Un par de talingos las perseguían. Era un amanecer típico de Viernes Santo. Gris, feo y tristón. Y había yo sacado la correa de cuero de papá de su armario con anticipación. Obviamente no quería despertar a nadie. Sólo de imaginarme la cara de mi madre al verme en tan estúpida actitud me hacía sonrojar. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo se lo explicaría? Pero era un niño con una misión especial. Nada ni nadie podía detenerme. Es que simplemente, hay cosas que hay que hacer porque simplemente no podrías vivir pensando en lo que hubiera pasado si te hubieras atrevido.

El rito debía hacerse en silencio. Sin decirle a nadie. Sin proferir ni una sola palabra.

Salí sin zapatos, dejando la puerta de la cocina ajustada. La puerta de la sala rozaba el piso y los picaportes me habrían delatado. El rocío de la hierba iba enjugando el lodo que se me pegaba a las plantas de los pies. El pavimento de la lavandería estaba cubierto de limo oscuro y baboso. Nunca como entonces se me hizo tan lejano nuestro patio. Pero entiendan. Yo era un niño. Y estaba haciendo algo a escondidas. El máximo proyecto.

Papá tenía la costumbre de pintar de blanco el tronco de los árboles del patio, lo cual siempre me pareció un poco raro. Nunca le he preguntado por qué lo hacía—y lo sigue haciendo hasta el sol de hoy.

Al verme frente al árbol de mango me sentí el más ridículo de los seres humanos. Agarré la correa por el lado de la hebilla y le di una vuelta alrededor de mi mano derecha. Y comencé a darle de correazos al pobre árbol de mango hasta que perdí la noción de cuánto tiempo llevaba allí. Cuerazo tras cuerazo, sacaba tiras de la corteza del grueso del cinturón. La verdad no recuerdo cuántos cuerazos fueron. Le pegué hasta que me cansé. Supongo que nadie me vio. Con un poco de cal traté de pintar las marcas que había dejado. Volví a entrar a la casa tan sigiloso como salí. Mientras me acostaba escuché a un gallo cantar con nostalgia. ¿Sería el mismo gallo que había cantado en un horrible amanecer como ése, hacía como dos mil años?



5 comentarios:

  1. Buenisimo! En mi casa hay un árbol de aguacate y ya tenía muchos años sembrado y nada que echaba, la cosa fue que un viernes santos mi mamá agarró un machete y le picó la pata. Ahora son incontables los aguacates que echa. No hay aguacates más buenos que esos!!

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  2. Ja ja ja, muy bueno, mi árbol de guanábana dio fruto después de una regera en viernes santo, y acabo de recordar que debo darle una regera a uno de mango

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  3. Buena historia, la verdad considero que todo ser vivo tiene alma. Uno le toma cariño como el que el niño a su árbol de mango. Hay que proteger a todos los seres que habitan el planeta.

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  4. Excelente Klenya. Me hiciste remontarme a mi infancia. Yo también le dí una "cuerada" a un árbol, pero este era de Mamón. Saludos.

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